Domingo V de Pascua (7 de mayo de 2023)

Homilía del P. Lluís Planas (7 de mayo de 2023)

Hechos dels Apóstoles 6:1-7 / 1 Pedro 2:4-9 / Juan 14:1-12

 

Desde el domingo de Pascua en el que celebrábamos con gozo que Jesús está vivo, hemos ido, descubriendo cada domingo que el mensaje de Jesús que dieron a sus discípulos, también es un mensaje para cada uno de nosotros. Por tanto, no es mirar un pasado, sino escuchar el evangelio como el hecho que nos afecta a todos ahora. Por eso, cuando hemos escuchado el evangelio de hoy, no hemos escuchado unas palabras que el evangelista Juan nos las sitúan en la última cena, sino que son unas palabras que, escuchadas desde la perspectiva de la pascua, hoy están vigentes.

Si miramos a nuestro entorno, cuando la experiencia religiosa está cada vez más ausente, podemos tener la sensación de que estamos muy solos, y de que Jesús nos dice adiós. Todo un trastorno. Pero también Él nos ha transmitido, desde el bautismo que recibió de Juan, sintió que era profundamente amado por el Padre: «Éste es mi Hijo, el amado». Y hemos aprendido de Él que también cada uno de nosotros es amado por Dios. Y hoy cuando nos ha dicho: «Que vuestros corazones se serenen» debemos escucharle, desde esta perspectiva, con amor incondicional. Quiere que su experiencia en el amor sea la nuestra. A pesar de que quizás nuestro entorno vive muy alejado de esta profunda experiencia, también nos ha dicho que no nos desanimemos en la experiencia de soledad y de incomprensión: «Confiad en Dios, confiad también en mi». Cuán importante debía ser, ya en los primeros tiempos de la Iglesia, recordar profundamente estas palabras; sobre todo cuando algunos ya habían experimentado el desprecio de la persecución, y ahora quizás experimentamos la indiferencia o la bromita, o la burla, sobre lo que creemos y los valores que consideramos importantes. Nosotros debemos vivir intensamente este sentirnos queridos, hasta el final. Porque nos ha dicho que: «en casa mi Padre hay sitio para todos» y Jesús nos prepara la estancia con Él. Mejor dicho, con Él y el Padre. Así, con qué fuerza ahora resuena en nuestro interior escuchar: «os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros». 

Tomás y Felipe le hacen dos preguntas, y fijémonos que se las han hecho en este contexto de comunión como es compartiendo la comida de la última cena impregnada de la comunión de amor; como nosotros lo podemos vivir. Porque la eucaristía que celebramos hacemos memoria de la última cena. Tomás que ha oído que Jesús utilizaba la imagen del camino, le pregunta por el itinerario, ¿cómo se va? La respuesta de Jesús cuando le dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» no se refiere a un itinerario, sino a una identificación; no es algo fuera de mí, sino que «yo soy el camino». Es la misma persona, es la experiencia transmitida de sentirse amado, y aún de poder vivir: yo soy el amor. Éste es el camino-experiencia que Jesús se esfuerza por transmitir a los primeros discípulos y es el que nos transmite ahora a nosotros.

También ha utilizado la palabra «verdad». En el mundo bíblico, el concepto verdad no es una idea, sino una realidad que se hace, que se realiza, que se pone en práctica. Cuando dice que es verdad, significa que es presencia. De ahí que la experiencia del amor, es la experiencia de Dios. Algunos utilizan, en vez de la palabra verdad, la palabra fidelidad en el sentido de que el amor de Dios hacia los hombres y las mujeres es desde siempre y para siempre. Y esto es lo que pudieron vivir los discípulos en comunión con Jesús.

Parece que la pregunta de Felipe es más práctica: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Pero haciendo esta pregunta desviaba el sentido central e indispensable que tiene Jesús para los discípulos. Por eso la respuesta de Jesús es: «Quien me ve a mí, ha visto al Padre». Este ver no es algo externo a la persona, sino que la palabra “ver” la podemos sustituir por creer, que significa fiarte, confiar radicalmente. En el evangelio de San Juan nos demuestra que no hay cosa más real, más verdadera y más fiel, que el amor, porque el amor pide una estrecha relación que toma toda vida, una comunión profunda, un vínculo inquebrantable. No hay prejuicios, sino incondicionalidad. Ésta es la relación de Jesús con el Padre. E insiste Jesús con una respuesta que no se dirige a Felipe, sino a todos los discípulos, cuando dice: «Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí».

También estamos; con este plural: creedme, estamos incluidos todos nosotros en la experiencia del amor de Dios. Digámoslo una vez más: somos amados por Dios. Jesús es nuestro maestro. Y ésta debe ser nuestra verdad, nuestra fidelidad. Seguramente que si miramos nuestro interior sentiremos que estamos lejos, a veces, de vivirlo así. Es nuestra limitación, nuestra pobreza. Y, sin embargo, el amor incondicional de Dios, por Jesucristo nos dice: yo creo en ti, me fío de ti. Te quiero vivo, porque no deja de decirnos: «Quien cree en mí, también hará las obras que yo hago» Un reto, un compromiso, la propuesta para ser feliz y hacer feliz. ¡Qué gozo, qué consuelo, qué maravilla podemos vivir!

 

Abadia de MontserratDomingo V de Pascua (7 de mayo de 2023)

Domingo V del tiempo ordinario (5 de febrero de 2023)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (5 de febrero de 2023)

Isaías 58:7-10 / 1 Corintios 2:1-5 / Mateo 5:13-16

 

El pasado domingo oímos proclamar cómo Jesús viendo a las multitudes, observando la sociedad, subió a la montaña, y empezó a instruir a sus discípulos: el mensaje, bien mirado era sorprendente, y todavía lo puede ser para nosotros si reconocemos que Jesús es nuestra referencia y, por tanto, todo lo que dijo a sus discípulos, nos lo dice, hoy, a nosotros. Nos hace descubrir que Dios valora a las personas de una manera muy diferente a cómo son valoradas en nuestro entorno social. En nuestra sociedad se valora el éxito, los ganadores. También en tiempos de Jesús se creía que quienes eran ricos, por ejemplo, es que Dios les había bendecido. Pero la instrucción de Jesús es muy distinta; nos dice que Dios valora a aquellos que, precisamente, no son socialmente admirados, como los pobres en el espíritu, los que están de luto, los humildes, los que tienen hambre y sed de ser justos, etc. Y a estos Dios les da la posibilidad de ser felices, bienaventurados, santos, porque ellos poseerán el Reino, serán consolados, poseerán la tierra, serán saciados.

Hoy ha continuado su instrucción pidiendo que los discípulos hagamos lo mismo: proclamar por todas partes cómo Dios valora la vida, especialmente a aquellos que parece que la vida se les ha dado la espalda. Pero no se trata de dar una buena dosis de optimismo a perdedores, sino dar sentido a su itinerario personal. Para realizar bien esta proclamación nos ha propuesto dos actitudes. Ser sal. Ser luz.

¿Cuál es el sentido que tiene en ese contexto la sal? Por un lado, la sal es la que da sabor a los alimentos. Debemos entender que la misión de los discípulos, la de la Iglesia, la de cada uno de nosotros, si tenemos conciencia de ser discípulos, es que debemos introducirnos en la entraña de la sociedad para descubrir el sentido de la vida en un mundo en el que se banaliza cada vez más. También la sal, en tiempos de Jesús, tenía la función de conservar e impedir que los alimentos se estropearan y se corrompieran. Por tanto, se trata de luchar para que la práctica de la justicia proteja la dignidad de todos aquellos a quienes Jesús ha anunciado las bienaventuranzas, como los humildes, los compasivos, los limpios de corazón, los que ponen paz, los perseguidos por el hecho de ser justos…y aquí podemos recordar todas las demás bienaventuranzas. Para ser coherentes en este sentido, es necesario coraje personal, de lo contrario seremos como la sal que no sirve para nada, y podemos caer en la indiferencia de todos y que en la calle seamos pisados.

Cuando afirma: «Vosotros sois luz del mundo». No nos está diciendo que debemos serlo, sino que lo somos. Tomar conciencia, pues, de nuestra misión y responsabilidad. La Iglesia, nosotros, debemos ser referentes para quienes están en busca del vacío interior. No se trata de afán de protagonismo. San Pablo, en la segunda lectura, explicaba a la comunidad de Corinto su actitud personal cuando les escribía: «mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu» Este ser luz puede tener muchas expresiones, pero es indudable que debe iluminar, y difícilmente se ilumina si nuestro interior no vive liberado porque se sabe acogido por el amor de Dios. Podemos constatar que quien hace la experiencia de sentirse amado tiene la fuerza del amor en su mismo rostro. A veces tenemos poco presente que, cuando queremos dar testimonio de la propia experiencia, lo decimos como un reproche. Cuanto más nos dejemos atrapar por las bienaventuranzas más sencilla y a la vez más profunda será nuestra vida.

Irradiamos lo que vivimos, lo que somos, lo que hacemos. Es lo que nos ha dicho el salmo cuando nos recordaba: «El hombre justo, compasivo y benigno, es luz que apunta en la oscuridad…Tiene el corazón inconmovible, nada teme, reparte lo que tiene, lo da a los pobres, su bondad consta para siempre» Es lo mismo que Isaías nos ha recordado en la primera lectura cuando ponía en boca de Dios: «Comparte tu pan… si alguien no tiene ropa, vístelo; no les rehúyas que son hermanos tuyos. Entonces estallará en tu vida una luz como la de la mañana, y se cerrarán al instante tus heridas». Esto es lo maravilloso: cuanto más nos comprometemos para iluminar, tanto más la claridad de Dios iluminará y curará nuestra propia vida.

 

Abadia de MontserratDomingo V del tiempo ordinario (5 de febrero de 2023)

Domingo XXI del tiempo ordinario (21 de agosto de 2022)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (21 de agosto de 2022)

Isaías 66:18-21 / Hebreos 12:5-7.11-13 / Lucas 13:22-30

El comienzo del evangelio que hoy nos ha proclamado el diácono, nos sitúa en contexto: «Jesús, pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén». Los detalles tienen a menudo su importancia porque nos ayudan a situarnos y a dar más valor a las preguntas y respuestas de Jesús. El evangelio de San Lucas ya nos hizo saber que Jesús se proponía ir a Jerusalén, es una peregrinación que, para quienes le seguían y para quienes lo queremos seguir, se convierte en un camino de aprendizaje de la voluntad de Dios. Jesús a través de sus palabras va haciendo una catequesis para la vida para todos los que deseamos seguirle para que, en su seguimiento, Jesús nos lleve al Reino de Dios. Es un camino para ir profundizando en el sentido que debe tener nuestra vida, y cuál debe ser nuestro compromiso y las consecuencias de este compromiso.

La pregunta que se le hace a Jesús puede parecer muy bien intencionada y esclarecedora. De hecho, no se ve quién en concreto le hace la pregunta, quizás un apóstol, otro discípulo que no estaba en la lista de los doce y que iba escuchando lo que decía y hacía… Pero el tono como se formula la pregunta parece que quien se la hace no tenga nada que ver con él. Fijémonos, le dice: «¿son pocos los que se salvan?» Es práctica: hacemos cuentas. Esta cuestión quizá nos la hemos hecho más de una vez y quizás no nos hemos atrevido a decirla en voz alta, pero, sin embargo, la respuesta nos interesa, porque quiero saber si yo puedo ser uno de esos pocos que se salvarán. Y sobre todo cuando oigo que la respuesta nos habla de la puerta estrecha. Y sigue diciendo: «os digo que muchos intentarán entrar y no podrán». Vamos, no parece que sea fácil. ¿Cuáles son los sentimientos que nos suscita?

El mensaje que ha querido dar es que no se trata sólo de escuchar, sino de poner en práctica lo que Jesús ha ido enseñando en el camino hacia Jerusalén. Pero no es suficiente que haya un grado de conocimiento personal como el de quienes no se les abre la puerta, y argumentan: «Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas» Y la respuesta es: «Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”» Aquí está el punto importante. ¿Qué debemos entender por obrar el mal? Seguramente es simplificar mucho la respuesta si sólo decimos: cuando no hemos hecho nada para que la justicia de Dios se abra camino en nuestro mundo. Parece que vienen tiempos especialmente difíciles que, en cierto modo, estamos viviendo, ya ahora, situaciones extremadamente aterradoras en forma de guerra, sin olvidar las situaciones de hambre que van creciendo más y más, o las migraciones que se están repeliendo con violencia, o tantos y tantos permisos de trabajo denegados que dejan a las personas en el limbo más absoluto durante años y años. La indiferencia en el trato, que abandona a las personas en una auténtica soledad y desamparo, también es profundamente injusta. En el camino hacia Jerusalén, lo que enseña y practica Jesús es la atención al otro; una atención que debe vestirse con amor. Lo malo es la indiferencia y el desamor en todos los campos de la vida.

En el evangelio de hoy existe otra parte. La pregunta que le hacían a Jesús era si serían pocos quienes se salvarían. Parece que ahora responde Jesús, como si dijera: ¿pocos? E invita a levantar la mirada y no quedarse mirando a un círculo más bien reducido. Las miradas egóicas son siempre de horizontes con poco alcance. Pero la perspectiva de Dios es la eternidad de la historia de la fe. Es la experiencia de vida de Abraham, Isaac y Jacob, con todos los que se han comprometido a fondo en esta historia de fe como son los profetas. En el Reino de Dios todo el mundo puede tener su sitio en la mesa, gente de oriente y de occidente, del norte y del sur. De todas partes. ¿Y cómo podemos entenderlo? Viviendo a fondo lo que hemos podido saborear en el corazón: la respuesta al salmo que hemos cantado: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio. Y lo haremos desde nuestra experiencia de sentirnos salvados. Porque como decía el salmo: Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre. Si te miras a ti, verás tu pobreza; si miras su amor y su fidelidad encontrarás su gracia, su amor, su deseo de que participes en su mesa. La mesa del Reino donde todos estamos invitados.

 

Abadia de MontserratDomingo XXI del tiempo ordinario (21 de agosto de 2022)

Domingo XIV del tiempo ordinario (3 de julio de 2022)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (3 de julio de 2022)

Isaías 66:10-14c / Gálatas 6:14-18 / Lucas 10:1-12.17-20

 

Cada domingo nos encontramos para escuchar la palabra de Dios y compartir la fe, celebrando el memorial del Señor; es decir, recordemos y revivimos la donación profunda y auténtica de Jesús hasta dar su vida. En el fondo estamos poniendo en práctica lo mismo que hacían los seguidores de Jesús en su tiempo. Escuchaban las enseñanzas de Jesús, como nosotros tenemos oportunidad de escucharlas de la voz del diácono. Aprendían y aprendemos cuáles eran los objetivos de Jesús, cuál era su enseñanza y a qué daba valor.

El relato que hoy hemos escuchado es la continuación de la narración del pasado domingo, en que oímos que el evangelio nos decía que Jesús «resolvió decididamente encaminarse a Jerusalén». Durante su camino hacia Jerusalén Jesús no dejará de enseñar y enseñarnos, pero sabemos que encaminarse a Jerusalén significa que, al final de su camino a Jerusalén, Jesús sufrirá la muerte en cruz y que los discípulos se dispersarán.

El evangelio nos dice que Jesús tuvo la iniciativa de escoger a 72 para pedirles que se adelantaran, de dos en dos, hacia cada pueblo. Cuando el evangelista ha puesto el número de 72 lo ha hecho para subrayar que fueron a todas partes y que eran muchos. ¿Qué debían hacer? Nos ha dicho: decidles: «El reino de Dios ha llegado a vosotros». Nada distinto de lo que habían visto hacer a Jesús. Seguramente nos encontramos ante la misión clave de los discípulos de Jesús. Hacer lo que hacía Jesús y como lo hacía Jesús.

El evangelista nos lo ha ido explicando, muy pedagógicamente: cuál es el núcleo de la predicación de Jesús, pero también ha añadido la actitud con la que debe hacerse. Iría muy bien que nos paráramos y nos fijáramos uno por uno en todos los detalles que especifica la narración que hemos escuchado. Seguramente que nos alargaríamos mucho, y quizás ahora no es el momento más adecuado; pero sí conviene hacer unas breves reflexiones…

Cuando acogemos el evangelio no estamos mirando unos hechos pasados, sino que, para nosotros que somos discípulos, también deben servirnos para hoy, para ahora. Porque nuestra misión como discípulos es decir a todo el mundo que el Reino de Dios está muy cerca. Por eso debemos preguntarnos si es éste, cuando nos identificamos como cristianos, el mensaje que damos. El testimonio debe ser de esperanza, y no desesperanzado por el pesimismo de una situación como la actual, llena de incertidumbre y de violencia, enterrada y explícita como la guerra de Ucrania y sus consecuencias, morales y materiales. Lo tenemos que hacer con nuestra vida y nuestra autenticidad, es decir con elementos que no distorsionen el mensaje, «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino». Porque puede que nos paremos comentando aspectos de la vida, pero que no vamos a fondo y nos olvidemos de la necesidad de dar un mensaje alentador y comprometido.

Cuando nos dice que los envía como «corderos en medio de lobos» no nos está diciendo que la misión sea fácil; los resentimientos personales y colectivos son muy desgarradores y destructores de la propia integridad. Y Jesús nos dice que primero saludemos: «Paz a esta casa». La paz de Jesús no es ausencia de conflicto, sino que está empapada de justicia y de amor. Fijémonos en que hoy las tensiones económicas y políticas van haciendo aún mayores las diferencias entre los hombres. La paz de Jesús es la que permite quedarse en la casa donde se luche por una verdadera vida en la que se comparta «comiendo y bebiendo de lo que tengan». Compartir, ¡qué palabra más maravillosa si la practicamos! Pero la enseñanza de Jesús no se impone por la fuerza, propone, por eso no se trata de forzar, sino que pide que quede claro el mensaje, de ahí que recomiende que se proclame, en caso de no ser acogidos: «El reino de Dios. ha llegado a vosotros». Toda una forma de hacer, toda una forma de ser. Ésta es la manera de hacer y de ser de Jesús.

Debemos ser conscientes de que la última etapa de Jesús será la cruz. Seguramente para muchos, yo me incluyo, la cruz nos da miedo. Tenemos a Pablo que es un discípulo privilegiado que profundiza en su vida el significado de la cruz y con él podemos atrevernos a decir: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo». Porque sabemos que la cruz es el portal de la resurrección, del Reino de Dios. Sí, podemos terminar como ha terminado hoy San Pablo diciendo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu, hermanos. Amén»

Abadia de MontserratDomingo XIV del tiempo ordinario (3 de julio de 2022)

Domingo XXX del tiempo ordinario (24 de octubre de 2021)

Homilía del P. LLuís Planas, monje de Montserrat (24 de octubre de 2021)

Jeremías 31:7-9 / Hebreos 5:1-6 / Marcos 10:46-52

 

La iglesia nos invita cada domingo a escuchar el evangelio; este año, sobre todo, durante este curso litúrgico que conocemos por ciclo B especialmente hemos escuchado al evangelista Marcos. De hecho, si lo hemos ido siguiendo atentamente, nos ha propuesto realizar un itinerario para ir profundizando nuestra realidad espiritual. La escucha del evangelio nos ha llevado a hacernos interrogantes, a intentar dar unas respuestas, a aprender a configurarnos con Jesús. Un trabajo, que seguro debemos seguir haciendo. Ahora ya estamos muy cerca del fin de toda esta enseñanza. Y yo mismo he de preguntarme qué he hecho de mi vida.

El evangelio de hoy, aparentemente no tiene mucho que subrayar: un ciego ha recobrado la vista. Pero si empezamos a fijarnos en un grupo de detalles nos damos cuenta de que esto ocurre a la salida de Jericó y en dirección a Jerusalén. Cabe decir que entre Jericó y Jerusalén hay un desnivel de 1200 metros y unos 30 Km de distancia. La costumbre era que si se iba a Jerusalén para vivir unos momentos especialmente importantes desde la perspectiva espiritual, se descansaba en Jericó (el día de descanso para los judíos era en sábado), y al día siguiente se retomaba el trayecto hasta Jerusalén. Sabemos que ésta era la decisión de Jesús: subir a Jerusalén, ésta sería la última y definitiva vez.

Hace un momento decía que el itinerario que hemos ido escuchando a lo largo de este ciclo litúrgico es para ir profundizando, siguiendo el mensaje de Jesús. ¿Qué he hecho de mi vida y qué sentido tiene? Y aquí el ciego Bartimeo hace que resuenen en mí mismo algunas cosas. Por mi parte no puedo decir que soy ciego, pero quizás en algunos aspectos de mi vida no acabo de ver en profundidad la realidad de quién soy. No soy un ciego desde el punto de vista físico, pero he sido llamado por el evangelio a abrir los ojos de la fe para ver qué me pide Jesús. Creo que no soy ciego, pero como Bartimeo estoy en la salida de Jericó para emprender el camino hacia Jerusalén, pero estoy al borde del camino, parado. De alguna manera me identifico con Bartimeo. Jesús emprende el camino a Jerusalén, el ciego Bartimeo se da cuenta, y de su alma sólo le sale un grito: «Hijo de David, Jesús, compadécete de mí» Y me pregunto a mí mismo, yo que estoy parado, ¿soy capaz de gritar lo mismo que el ciego? Porque llamándole reconozco que al ser Hijo de David, le reconozco como Mesías, lo reconozco como aquel que da sentido a mi vida, lo que me hace ver por qué estoy aquí. Quizás lo que sería más prudente sería callar y no hacer un revuelo que puede molestar. Los que acompañaban a Jesús querían que se callara. No sabemos quiénes son éstos, pero quizá estaban aquellos que escucharon el pasado domingo, que quien quiere ir con Jesús debe aprender a servir y no a mandar. A pesar de todo, ahora todavía le mandan que se calle. Y no digo que quienes ahora me acompañáis me pidáis que no haga alboroto, ¡pero es tan sencillo seguir tal y como estamos!

Con Bartimeo es Jesús quien me llama; yo sólo pido compasión, limosna para ir tirando; en cambio Él me llama para ser discípulo, para desinstalarme espiritualmente, por eso debo dejar aquellas cosas que parecían protegerme: el manto y el bastón. Para un ciego es como ir desnudo, para mí es desprenderme de mis comodidades. Y entonces, ante él, Jesús me hace la pregunta decisiva para mí: ¿qué quiero de Él?, y con Bartimeo ya no pido la compasión por ir tirando, ¡sino que vea! ¿Pero qué significa ver? La respuesta que le ha dado Jesús a Bartimeo es doble. Es necesario que la fe sea clave en mi comportamiento, porque creer es fiarme radicalmente de Él, y por tanto ser capaz de lanzar lejos de mí las seguridades que sólo me agobian y me condicionan (el manto y el bastón) para tomar las decisiones que orienten mi vida hacia una nueva manera de vivir y sentir y que llamaremos el Reino de Dios; y porque es esto, la fe, es lo que salva: «¡tu fe te ha salvado!» ¡Ahora mi vida puede tener sentido!

Pero el evangelio de hoy no ha terminado aquí. Nos ha dicho: «Al instante vio, y le seguía por el camino» Efectivamente hablamos de lucidez, por eso podemos hablar de ver pero con una connotación que explica la interioridad del hombre en una comprensión nueva, quizá desquiciada, renovada. Ahora bien, recordemos que era la última etapa para subir a Jerusalén, seguir camino adelante significa que con Bartimeo yo también soy invitado a andar y participar intensamente de lo que significa Jerusalén: la pasión, la muerte y la resurrección. ¡La Pascua! La lucidez de ver es penetrar en el misterio de Jesús y seguirle hasta el fin. A veces me pregunto si Bartimeo y yo tendremos el coraje de seguir a Jesús hasta la cruz. Yo pienso, lo confieso, que será la fortaleza de uno y otro, de la comunidad de discípulos, la que nos hará fieles, y así la experiencia de la resurrección se convierta en la fuerza que nos dé a todos la energía y el coraje de decir: Dios nos ama tanto que nos ha dado la vida para siempre a todo el mundo.

Abadia de MontserratDomingo XXX del tiempo ordinario (24 de octubre de 2021)

Domingo II de Cuaresma (28 de febrero de 2021)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (28 de febrero de 2021)

Génesis 22:1-2.9a.10-13.15-18 / Romanos 8:31b-34 / Marcos 9:2-10

 

¿Qué significado tiene que hoy se nos haya proclamado el evangelio de la transfiguración cuando ya hace unos días hemos iniciado un camino que nos invita a transformar nuestra vida para ponerla en sintonía con el deseo de Dios? Y muchos de nosotros tenemos la sensación de que es una llamada a la conversión personal. Cada uno debe transformar su vida, cada uno debe convertirse. Pero el fragmento de la carta a los romanos que hemos escuchado no nos hablaba como si se tratara de un mensaje particular, individualizado, sino que nos ha hablado como si todos formáramos parte de un colectivo; no nos ha dicho, «si tienes Dios a tu favor, ¿quién tendrás en contra?», sino que hemos podido escuchar: «si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ». Pienso que es importante esto, porque la experiencia que vamos haciendo en esta cuaresma no es un asunto puramente particular, sino que contiene ese sentido profundo que como creyentes, como iglesia, como grupo, debemos avanzar juntos.

Nosotros, como Pedro, Santiago y Juan, fuimos llamados. El evangelio de San Marcos nos hace ver que la experiencia que relata, es la experiencia de quienes han ido siguiendo a Jesús. En nuestro descubrimiento de la fe nos hemos dado cuenta de las obras maravillosas que hizo Jesús, así como ellos (Pedro, Santiago y Juan) lo fueron descubriendo. El éxito de Jesús prometía un futuro maravilloso. Eso sí que parecía que era el Reino de Dios; y Pedro, llevado por el entusiasmo había proclamado: «Tú eres el Cristo», pero también hay que recordar que a Jesús no le gustaba este modo de sentir y de expresarse, más bien él pedía lo que hoy llamaríamos discreción; por eso Jesús «les mandó enérgicamente que lo dijeran a nadie.» Había que ir madurando el sentido del camino de la fe. Y Jesús empezó a instruirlos. Les anunció que aquel camino tan espléndido, lleno de aciertos, acabaría en un derrumbe, que parecía era la derrota del proyecto. Efectivamente, Jesús había anunciado su pasión y muerte en manos de quienes más se oponían a su acción. Pero también es cierto que les decía que a los tres días resucitaría. De eso hacía seis días. Y ahora toma Pedro, Santiago y Juan; y con Pedro, Santiago y Juan, también nos toma a nosotros.

Si pues, de alguna manera, nos identificamos con estos discípulos, teniendo en cuenta que también hemos sido llamados a ser discípulos, Jesús nos lleva a una montaña alta, un lugar donde por excelencia la tradición nos dice que Dios se manifiesta profundamente e intensamente. Con muy pocas palabras el evangelista nos describe una experiencia que sólo puede ver el que cree. Los vestidos de Jesús son propios del cielo, porque ningún tintorero nos dice, es capaz de dejarlos tan blancos. Y es aquí, en este contexto, que descubrimos a Elías y Moisés, aquellos de quienes la Historia Sagrada nos ha enseñado la profunda intimidad que habían tenido con Dios. Y conversan con Jesús. Impactante. Para el que cree, eso sólo revela la gloria de Dios. Y Pedro se quiere quedar en este cielo. Y nosotros también nos quedaríamos, olvidando la lucha, las contradicciones, los sufrimientos y la muerte; ¡y añadiríamos la pobreza y la pandemia! El evangelista nos abre los ojos de sentido de la fe. La nube es el signo de la presencia de Dios, lo sabían los israelitas cuando atravesaron la prueba del desierto. Sienten la voz de los que ven en la fe. Descubren dos cosas que son fundamentales: ¡Jesús es Hijo de Dios, y es amado! ¿Qué significa para mí esto? Y un mandamiento para toda la vida: Escuchadle. Seguir la voz es nuestra guía.

Pienso que vivir esta escena como protagonistas con Pedro, Santiago y Juan, con la Iglesia de los creyentes con la que hacemos camino, guardarla en el fondo del corazón, conservar esta experiencia como lo hizo María, es luz en la oscuridad.

El evangelio de hoy nos invita a pisar la realidad. La lucha por la causa que Jesús proclama no se abandona, todo lo contrario, continuará más y más sobrecogedora. Las perspectivas humanas son duras. El sufrimiento y la muerte estarán y están presentes. Ahora, después de la experiencia en la montaña, escuchar a Jesús es el alimento en esta lucha encarnizada que debemos llevar a cabo, como él la llevó a cabo. No son sólo sus palabras, sino su vida, su acción, el sentirse amado, el sentirnos queridos. Quizás tenemos la sensación de debilidad (la pandemia es uno de los puntos que nos la hace sentir… pero en muchos otros aspectos cada uno puede ir descubriendo, esta debilidad), también la pobreza, el egoísmo (¿sólo miro por mí y por los míos?) ¿Y los otros que necesitan que se les trate justamente? Que viven cerca o muy allá.

Fijémonos bien en el evangelio de hoy, la mirada y la palabra de Jesús no es una causa perdida. Él les dijo a Pedro, Santiago y Juan, nos lo ha dicho a nosotros, a la comunidad que deseamos seguirlo, que el Hijo amado resucitará. Nos puede pasar lo mismo que ocurrió a los primeros discípulos y que reflexionemos y nos preguntamos: ¿qué significa resucitar de entre los muertos? En el camino hacia la Pascua encontraremos la respuesta, ¡pero hay que caminar!

 

Abadia de MontserratDomingo II de Cuaresma (28 de febrero de 2021)

Domingo de la XVII semana de durante el año (26 julio 2020)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (26 de julio 2020)

1 Reyes 3:5.7-12 – Romanos 8:28-30 – Mateo 13:44-52

 

Hoy, en la primera lectura, hemos visto como a Salomón, que lo tenía todo, juventud, poder, cultura y riqueza, Dios le ha pedido qué deseaba, y él respondió: «Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal». Si nos fijamos bien, en el evangelio, Jesús ha dicho que el reino de Dios viene a ser como un tesoro o como una perla fina, es decir, algo que es tan valioso que lo da todo a cambio. Así pues, ¿qué es el reino de los cielos? Quizás podemos decir que es la forma que tiene Dios de invitarnos a vivir a su manera, siguiendo su estilo de vida. De acuerdo con Salomón podríamos decir que el reino de los cielos es ser justos, a la manera de Dios, o bien como el salmo que hemos cantado, el Reino es vivir con el amor de Dios que conforta, y con la capacidad de discernir el bien del mal.

¿Y quién es capaz de vivir a la manera de Dios? De hecho, el evangelista nos ha informado de que Jesús, al inicio de su predicación, se compadeció de la multitud que lo seguía porque eran como ovejas sin pastor. Como muchos recordamos, comenzó a proclamar una manera nueva de ver y vivir la vida: lo primero que hizo fue anunciar que aquellos que nadie valoraba, estos son precisamente los que Dios valora: bienaventurados los pobres, los humildes, los que desean que haya justicia, los que sufren … hoy quizás diríamos los perdedores; pero para entender a fondo este anuncio, pide a los discípulos que empiecen un camino en el que será importante conocer el propio interior, y darse cuenta de que hay que hacer una transformación, en la que no es solamente importante conocerse, y aceptar las propias limitaciones, sino que hay que poner en práctica lo que se ha visto que Jesús hace, que es poner la atención en los demás. Y los otros son como tú, con sus limitaciones. Y nos invita a fijarnos bien. Ellos son imagen de Dios y tienes que saberlo ver en el pobre, en el humilde, en el que pasa hambre y sed, en el encarcelado… Todos ellos son imagen de Dios. Y en este proceso de acercamiento a los demás, tú, para ellos, eres imagen de Dios. Así nos lo ha recordado San Pablo cuando hemos oído: «los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo». Quizás no se trata tanto de vivirlo como una responsabilidad, sino como un don, un regalo, un tesoro. El mejor. Y con María también podemos decir: ¿quién soy yo? Si me miro a mí mismo constato mi debilidad. María lo entendió y se hizo discípulo de su Hijo, es decir, lo escuchó; por eso decimos que María es la primera creyente. Cabe preguntarse si vale la pena vivir así. Porque nos damos cuenta de que el camino de Jesús no es llano. Y sin embargo hoy nos ha dicho que vivir con Dios y para Dios, en su Reino, vale tanto la pena que es necesario que se convierta en lo más importante, lo prioritario. Porque el campo que compras es donde está el tesoro, este campo eres tú y yo, y nosotros, en él se sembrará, como veíamos el pasado domingo la mejor semilla de trigo, pero también aparecerá la cizaña. Cabe preguntarse, sin embargo, ¿deseo comprar este campo?

La parábola aún nos ha dicho que «contento del hallazgo, se va a vender todo lo que tiene…». Y nos podemos volver a preguntar, y ¿por qué contento? Porque el verdadera hallazgo es el amor. Este es el valor supremo, porque como nos ha dicho San Pablo: «a los que aman a Dios todo les sirve para el bien». Efectivamente, el Reino de los cielos es el encuentro del Amor y por el Amor. Amar, y dejarse querer. El campo es la propia vida que tiene que crecer, pero antes hay que sepa acoger la buena semilla de la Palabra y del Amor. Y si tiene sentido la existencia del campo, la existencia de la vida, es porque el campo, empapado de amor, dará el fruto para que otros puedan alimentarse de esta experiencia tan extraordinaria. ¿Y la compartiremos, verdad, esta experiencia?

Dejémonos coger por Dios, y hagamos nuestra la oración de Salomón: «Concede, pues, a tu siervo, un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal».

 

Abadia de MontserratDomingo de la XVII semana de durante el año (26 julio 2020)