Domingo XXXII del tiempo ordinario (6 de noviembre de 2022)

Homilía del P. Joan M Mayol, monje de Montserrat (6 de noviembre de 2022)

2 Macabeos 7:1-14 / 2 Tesalonicenses 2:16-3:5 / Lucas 20:27-38

 

Afortunadamente, al deseo vital de la sed corresponde la generosidad del agua, cuando tenemos hambre existe aquello que nos puede ser alimento, y el sueño no es un estado definitivo sino un regenerar el cuerpo para seguir adelante; al deseo de ser amados el amor fraterno o el de pareja son posibles. Todos los deseos vitales esenciales de la persona tienen una respuesta. Toda la creación, de cual forma parte, responde a una lógica benéfica gracias que hace posible la existencia de la humanidad. Con esta lógica también podemos abordar la inquietud vital del corazón humano que anhela una plenitud de vida que para nada es un absurdo. La inquietud surge siempre cuando la realidad no se puede controlar, cuando es más lo que ignoramos que lo que sabemos de lo que tenemos entre manos. Y ciertamente, de la muerte es más lo que ignoramos que lo que creemos saber.

La pregunta por la Vida no es ningún lujo, permanece en nuestro interior por encima de todas las demás. Se puede rehuir, se puede hacer de ella una caricatura y ridiculizarla como pretendían hacerlo los saduceos con aquel hipotético caso presentado a Jesús de la mujer que estuvo casada con siete varones. Pero quizás, más que dar respuestas a quien dice no tener fe es preguntarle por lo que desea.

Lo que nos toca hoy, a los cristianos que creemos como Jesús en la resurrección, es ayudar a despertar esa dormida sed por el sentido, para que una vez se despierte, aunque sea a tientas, sea capaz de llegar a saciarse en la frescura de esta fuente ansiada. Quizás sólo la poesía, como la de San Juan de la Cruz, se atreve a balbucear, sin vergüenza pero humildemente, la experiencia humana de esta sed de infinito. De noche, iremos de noche que, para encontrar la fuente, sólo la sed nos alumbra. Qué bien se yo la fuente que brota y corre, aunque es de noche. Su claridad nunca es oscurecida y sé que toda la luz de ella es venida, aunque es de noche. El Señor no nos ha enviado a convencer a nadie a la fuerza, sino a anunciar con gozo lo que hemos visto y oído para que quien lo llegue a ver y sentir descubra esta Vida, este murmullo interior al que no se sabe muy bien qué nombre ponerle. No se trata de convencer como quien vende un producto estrella, sólo la propia experiencia engendra convencimiento, por eso la experiencia de la carencia puede abrirnos a la abundancia que se esconde en ella.

La fe en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos revela el sentido de nuestra vida que, asociada a Jesucristo por el bautismo, participa ya, en esperanza, de la vida eterna que nos ha ganado la muerte y la resurrección del Señor.

La fe en la resurrección de Cristo, y la nuestra cuando llegue su hora, no comporta un despreocuparse de este mundo y de las personas sino todo lo contrario, es el estímulo más potente para vivir y persistir en la fortaleza del amor, a pesar del sufrimiento o incluso de la muerte que pueda comportar vivir el evangelio tal y como hemos visto en el relato de los siete hermanos macabeos y su madre. Ellos dieron su vida para no renegar de la Ley de Moisés en la que vivían, nosotros debemos hacerlo para mantenernos en el mandamiento nuevo de Jesús de amarnos los unos a los otros tal como Él nos ha amado. Y esto tiene muchas implicaciones éticas, sociales, políticas y económicas más cerca de los pobres y de quienes tienen autoridad moral que de quienes sólo tienen dinero o poder. Proyecto hermoso en su anunciado, pero a menudo difícil de llevar a cabo en este tiempo que vivimos marcado por la violencia, la miseria y la injusticia, que parecen ahogar la honradez, la generosidad y la bondad del ser humano.

El mensaje de Jesucristo alimenta la bondad, la generosidad y la honradez humanas. Él nos mandó celebrar el Memorial de su muerte y de su resurrección en la celebración de la eucaristía para que tuviéramos en nosotros la fuerza de su Espíritu, y lo hacemos agradecidos a su amor, fiados en su palabra, pero, a pesar de todo, lo hacemos en la oscuridad de la fe, porque sobre el altar sólo vemos un poco de pan y un poco de vino, pero al recibirlos como pan y vino consagrados tocamos esta fuente que buscamos. Vuelve a ser san Juan de Cruz, que ha llegado antes que nosotros, quien nos recuerde la experiencia:

De noche, iremos de noche a encontrar la fuente.

Esta eterna fuente está escondida en este Vivo Pan por darnos vida, aunque es de noche.

Esta viva fuente que deseo en este Pan de Vida yo la veo, aunque es de noche.

Todas las necesidades esenciales del hombre tienen una respuesta oportuna: la sed tiene la frescura del agua, el hambre tiene la fortaleza que da el alimento, el cansancio el responso reconfortante del sueño. A la necesidad espiritual, el amor de Dios ha respondido sobrepasando infinitamente todo lo que podríamos desear.

Abadia de MontserratDomingo XXXII del tiempo ordinario (6 de noviembre de 2022)

Conmemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (2 de noviembre de 2022)

Lamentaciones 3:17-26 / 2 Corintios 4:14-5:1 / Juan 12:23-28

 

Vivimos queridos hermanos y hermanas en un mundo muy entretenido. Hay quien se preocupa mucho de que no nos aburramos y propone constantemente todo tipo de diversiones. Incluso se utiliza esta idea de la diversión continua para realizar propaganda. Recuerdo haber escuchado una vez el anuncio de un crucero que ofrecía veinticuatro horas seguidas de entretenimiento. Sinceramente pensé que sería el último lugar del mundo en el que iría a pasar unas vacaciones. Estos rasgos de nuestra cultura contemporánea van normalmente de la mano de una visión de la vida a muy corto plazo, en la que cuestan los proyectos vitales, las propuestas que podrían llegar a dar sentido a toda la existencia. Los cristianos, respetando la libertad de cada uno, debemos decir que nuestro punto de vista sobre la vida incluye algo más que la diversión.

En el Antiguo y en el Nuevo Testamentos, siempre encontramos la descripción de una realidad que quizás no es tan divertida, pero que es real, que es auténtica, que explica mucho mejor lo que vivimos. En las lecturas de hoy, este punto de realismo lo hemos tenido muy claro:

Así el libro de las Lamentaciones nos decía:

Mi alma vive lejos del bienestar

El recuerdo de mis penas y de mi abandono me amarga y envenena.

Cuanto más pienso y lo medito, más me repliego sobre mí.

Pienso que en la vida de las personas hay momentos en que estas frases o algunas similares, o aquellas que cada uno quiera formular para expresarse, son más adecuadas para describir lo que vivimos, que todo el resto de palabras vacías que se nos ofrecen para olvidarnos de quiénes somos, de dónde estamos y de adónde vamos. La espiritualidad bíblica permite identificar todas las dificultades de nuestra existencia y de las del mundo. La Palabra de Dios no ha pasado de moda por más antigua que sea.

Pero nunca nos quedamos aquí. Es bonito que la sabiduría del Antiguo Testamento, en este libro de las Lamentaciones, en los Salmos y en tantos otros testigos, no se quede aquí. Pasamos por la pena, pero no nos quedamos allí. En medio de todo esto, siempre está Dios que es una ventana al futuro.

Pero ahora quiero revivir otros pensamientos que me van a mantener la esperanza.

Dios nos propone un horizonte distinto: La salvación. A veces me parece intuir que detrás de toda esta saturación de entretenimiento contemporáneo hay una actitud muy básica: nos hacernos conscientes de que aparte de divertirnos también necesitamos a Dios y su salvación y que seguramente hemos puesto en su sitio muchas cosas, muchas plataformas, mucha música, muchos videojuegos, mucho móvil y todo lo que queráis y lo que vendrá, que no podemos ni imaginar; y así nos vamos entreteniendo. El fragmento que hemos leído del libro de las Lamentaciones acababa diciéndonos, en cambio:

Es bueno esperar silenciosamente la salvación del Señor.

Esperar silenciosamente. Me parece una frase casi revolucionaria en el mundo que vivimos. Esperar porque no todo se logra ya. Y hacerlo silenciosamente. Hay en esta frase un matiz muy bonito de profundidad, de hacernos conscientes de la salvación de una manera contemplativa, sabiendo que necesitamos un camino paciente y una actitud recogida para ir sabiendo qué es para cada uno de nosotros esta salvación.

Pienso en vosotros escolanes, que tenéis cada día un ejemplo breve de esta actitud cuando esperáis silenciosamente para salir a cantar. Podríais tomarlo como una actitud de por vida. Especialmente para los momentos que tengáis alguna dificultad y pensar en estos momentos de silencio y de preparación antes de la Salve. No son siempre momentos fáciles como sabemos quienes hemos estado allí, pero van bien. Lo sabéis. Vosotros tendréis al menos un referente de lo que significa el silencio. En esta homilía no estoy criticando que en la vida haya diversión ni todas las formas modernas de divertirse. Estoy criticando que en ocasiones no haya tiempo o ideales para casi nada más. Guardaos vuestra experiencia en la escolanía como una experiencia de una vida aprovechada al máximo.

Hoy conmemoramos a los Fieles Difuntos. La muerte fortalece una visión total sobre la vida.

Nuestra muerte nos hace pensar en el final y por tanto en toda la vida, tanto la pasada como la futura.

La muerte de los otros nos permite ver qué les ha pasado, en sus vidas.

No diré que la muerte no haga respeto, pero estoy convencido de que tenerla presente, cada uno según corresponda a su edad, puede llevarnos a una conciencia más plena de todo lo que hacemos. Es una idea que encontramos también con frecuencia en nuestra Regla Benedictina, donde se nos pide que la tengamos presente cada día.

Hoy conmemoramos a los Fieles Difuntos, pero no estamos celebrando la muerte, sino la vida. Y si hasta aquí, lo que he intentado decir tiene una sabiduría, nos falta el sello que confirma todo. La historia de Jesús de Nazaret, en especial su Pasión, muerte y resurrección, que son el ejemplo más claro de espera silenciosa a través de la muerte en la salvación de Dios. Hemos escuchado en el Evangelio a Jesús diciendo:

¿Qué debo decir: ¿Padre Sálvame de esa hora? No. Es para llegar a esta hora que he venido. Tampoco Él se ahorró ninguna oscuridad, pero no se quedó en ella.

Con su resurrección, la vida fue más poderosa que la muerte y así nos dejó a todos la esperanza de nuestra propia resurrección. Por eso celebramos la vida, la de Jesucristo resucitado como algo fundamental de la fe, la de nuestros hermanos y hermanas difuntos, como una esperanza sólida, que se apoya en la bondad de sus vidas, en la capacidad de haber seguido estos preceptos tan sencillos del evangelio de hoy: que el grano de trigo muera, que podamos dar la vida para seguir al Señor, para llegar a una eternidad, a un cielo que sólo la misericordia de Dios garantiza. Celebramos finalmente nuestra vida como un camino que debe dirigirse e inspirarse por este evangelio, del que dan testimonio Todos los santos de Dios que celebrábamos ayer.

En Jesucristo Dios se ha hecho solidario de toda la humanidad. Se ha hecho solidario de las tragedias personales y colectivas, de las naturales y de las provocadas, y las ha vencido. Todo lo que es destrucción y muerte no ha podido con la capacidad de ser y vivir de la Creación que tiene detrás la fuerza de Dios.

Esta esperanza de resucitar con Jesucristo y de seguirle fielmente durante los días de sus vidas, guió a los dos hermanos de nuestra comunidad, el hermano Martí Sas y Massip y el Padre Josep Massot i Muntaner que murieron este año con pocos días de diferencia la última semana de abril. Les recordamos con cariño y esperanza, agradeciendo también todas sus cualidades y el legado material y espiritual que nos han dejado. Nos hacemos así solidarios de sus vidas y de sus muertes, que también nosotros vivimos y viviremos.

Hoy también, recordando a nuestros hermanos difuntos, podemos pensar que el Señor está cerca de todos los que sufrís o estáis tristes porque habéis perdido a alguien querido y lo recordáis. Quisiéramos aseguraros nuestra oración y nuestro recuerdo desde Montserrat. Sabemos que estáis a menudo con los monjes, en nuestras celebraciones. Percibo que esta experiencia compartida de la muerte cercana y la esperanza también común de la resurrección nos hermanan más que nunca.

Celebremos hoy al Señor de la vida, el Señor que nos espera al final de la historia, la nuestra y la de todo el mundo, Jesucristo Resucitado, que se volverá a hacer presente en la mesa de la eucaristía, donde su solidaridad con la humanidad nos permite la comunión con Él, entre nosotros y con toda la Iglesia del Cielo.

Abadia de MontserratConmemoración de todos los fieles difuntos (2 de noviembre de 2022)

Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (1 de noviembre de 2022)

Apocalipsis 7:2-4.9-14 / 1 Juan 3:1-3 / Mateo 5:1-12a

 

Hemos cantado amados hermanos y hermanas, dos versículos del salmo 23 que dicen:

él la fundó sobre los mares,

él la afianzó sobre los ríos. (salmo 23, 2)

Ambos nos trasladan una idea de orden. Dios empezó por el principio, poniendo los cimientos de la Creación de una manera ordenada, para que el resto que vendría después se apoyara de forma segura en algo sólido. Es una idea que encontraremos en muchos pasajes de la Biblia y que también fue muy querida por las tradiciones de sabiduría y pensamiento antiguas, reflejando una especie de necesidad natural de ordenar nuestro entorno. La palabra cosmos se opone a la palabra caos, porque incluye el orden querido por Dios. Es curioso. Cuántas veces hablamos de caos y decimos “esto es un caos” o “esto es caótico” y que rara vez hablamos de cosmos o decimos “esto es cósmico”. En cambio, la Creación de Dios explicada en el Génesis y en algunos salmos es una especie de descripción de este orden cósmico: una explicación por etapas. En cada una de ellas, se crea ordenando: dando una función: el sol y la luna para separar el día de la noche; las aguas para separar el cielo y los océanos, y así hasta llegar al final.

Y la última etapa de la creación, como todos sabemos, es la de crear al hombre y a la mujer también con un orden que incluye ser conscientes de sus posibilidades, de su lugar ante Dios, del lugar personal de cada uno y de aquél que le corresponde ante los demás. En una palabra: de nuestra responsabilidad, del correcto ejercicio de la propia libertad. Alguien podría preguntarse: ¿Y esto, que tiene que ver con la solemnidad de hoy, de Todos los Santos? La santidad es uno de los nombres que podemos dar a ese orden querido por Dios, en su dimensión más humana. La propia liturgia de hoy nos dará la definición más simple y mejor de santidad. La rezaremos en la oración de después de la comunión que pide a Dios la gracia para que: «quienes caminamos hacia la santidad que es la plenitud de tu amor, podamos pasar de esta mesa de peregrinos al convite de la patria celestial”.

Desde esa idea es fácil y bonito contemplar en primer lugar el salmo responsorial que también nos decía:

¿Quién puede subir al monte del Señor?

¿Quién puede estar en el recinto sacro?

Estamos en el deseo. Nos dice adónde debemos ir, antes de decirnos cómo.

Y ese mismo lugar al que vamos, también nos lo describe la primera lectura de hoy del libro del Apocalipsis, en la perspectiva final que le es propia, nos da un cuadro de la humanidad cósmica, ordenada, santa en el amor. Nos intenta transmitir cómo será esta comunión de los hombres y mujeres en la santidad: una multitud que permanece en presencia de Dios. En la plenitud de su amor.

El amor es el destino y es también el camino. Y para hacer un camino, hace falta tiempo. Dios se toma un tiempo para marcar. Dios manda que el bien prime de entrada sobre todo mal, para darnos tiempo. Y muchos responden. ¿No es bonito pensar que en este mundo nuestro, tan acelerado, Dios prevea un tiempo para hacernos santos? A los monjes y otras personas que tienen una familiaridad con la Regla de san Benito, esta idea no podrá dejar de resonarnos a la cita que el Prólogo hace sobre la paciencia de Dios, que nos ayuda a la conversión, que no es nada más que uno de los nombres de ese camino de amor y santidad.

Tener tiempo para vivir la plenitud del amor de Dios.

Sabemos a dónde vamos, sabemos que Dios nos da tiempo para ir allí, nos falta saber cómo. ¿Cuántas formas no tenemos de avanzar en este camino de santidad? Todavía el salmo responsorial nos proponía algunas de estas formas básicas:

El hombre de manos inocentes y puro corazón,

que no confía en los ídolos.

Sólo esta última frase podría darnos todas las pistas necesarias. ¡Qué actual! ¡No confiar en los dioses falsos! Decía un escritor católico inglés: Charles Keith Chesterton, que quien no creía en Dios podía creer en cualquier otra cosa. Aunque la frase fue dicha hace cien años, está plenamente vigente. ¿Con cuántas infinitas cosas no nos apartamos hoy de vivir intensamente el amor a los hermanos, el amor a Dios, hasta me atrevería a decir el amor a un mismo bien entendido, no aquella alimentación continua del ego infantil y adolescente a base de dioses falsos, con que la sociedad procura tenernos siempre ocupados y despistados? Nosotros, con el salmo, queremos andar y creer en el Dios que salva, al que nos acercamos con las manos limpias y sin culpa, en aquél de quien recibiremos las bendiciones.

Ésta es la propuesta de Dios. Siempre en beneficio del crecimiento de la persona humana.

¿Y quién responde? En primer lugar, responden las tribus de Israel, estos 144.000. La lectura tiene un fragmento que no hemos leído, donde después de hablar de estos 144.000 da los detalles: Esto es doce mil por cada tribu. Podría pensarse: Todo muy ordenado. Muy perfecto. Pero Dios se supera y en la siguiente escena, los santos son ya una multitud incontable, universal, plurilingüe, multirracial: Luego vi a una multitud tan grande que nadie habría podido contarla. Eran gente de toda nacionalidad, de todas las razas, y de todos los pueblos y lenguas.

En unos momentos, los escolanes cantarán un ofertorio con música de Tomás de Luis de Vitoria que explica de una manera más sencilla este texto del apocalipsis. Dice precisamente que toda esa multitud forma el

Glorioso Reino de Dios, en el que Todos los Santos se alegran con Cristo.

Oh quam gloriosum est Regnum, in quo cum Christo gaudent omnes sancti.

Y Vestidos de blanco, siguen al cordero, donde va

Amicti stolis albis, sequuntur agnum, quocumque ierit.

En catalán lo cantaremos otra vez en las vísperas de hoy, como la antífona en el Magnificat.

La santidad de Dios es inclusiva. No cabe duda. Quiere a todo el mundo. Y eso hace una santidad anónima. Hoy celebramos, queridos hermanos y hermanas, esa santidad anónima. La de todos los santos. La de todos aquellos que no han sido declarados oficialmente santos por la Iglesia. Pero ¡cuidado!: Anónima, quizá porque no está incluida en los santorales oficiales, pero nunca desconocida ni por Dios, ni a menudo por el entorno de cada uno, ¿Cuántas veces hemos dicho u oído: “¡Es un santo!”, cuando una persona es ejemplar. La mayor recompensa que podemos tener cuando seguimos este camino de la plenitud del amor será nuestra conciencia reconciliada con Dios. En el anonimato de esta santidad también existe un aspecto muy interesante: sólo es finalmente Dios quien conoce nuestra santidad y nuestros intentos exitosos o no. Él tiene la última palabra para hacer que cualquiera de nosotros, con nuestra fe y con nuestro amor siempre imperfectos, nos unamos a la multitud de quienes lo alaban en el cielo. Y naturalmente esto sólo lo hacemos imitando a Jesucristo y su Evangelio.

A todos los que nos han pasado delante en ese camino. A Todos los Santos, los tenemos presentes hoy, cuando celebramos esta eucaristía que une como siempre el cielo y la tierra.

Abadia de MontserratSolemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre de 2022)

Domingo XXXI del tiempo ordinario (30 de octubre de 2022)

Homilía de Mns. Francesc Conesa, Bisbe de Solsona (30 de octubre de 2022)

Sabiduría 11:23-12:2 / 2 Tesalonicenses 1:11-2:2 / Lucas 19:1-10

 

De camino hacia Jerusalén, Jesús llega a la ciudad de Jericó, donde se encuentra con Zaqueo, el jefe de los publicanos de esa ciudad. Meditar en este encuentro nos ayuda a comprender cuál es la misión de Jesús y también la nuestra como comunidad de discípulos suyos, como Iglesia.

1.- Jesús busca al pecador

La narración del Evangelio pone el acento en que Jesús busca a aquellos que sienten la necesidad de ser salvados. No puede ofrecer la salvación a quienes ya se consideran buenos y justos, sino a quienes, como Zaqueo, saben que obran mal y necesitan, por tanto, su misericordia y amor.

Con mucha frecuencia vemos en los Evangelios a Jesús acercarse a todos los que eran considerados malos, pecadores, herejes, impuros para ofrecerles el mensaje del amor incondicional del Padre. Por eso le vemos tratar con los cobradores de impuestos, las prostitutas, con una adúltera o con la mujer de Samaria. Él «ha venido a buscar y salvar lo perdido». En cambio, Jesús no puede soportar la actitud de quienes, como los fariseos y los maestros de la ley, creen que ya son buenos y no necesitan a Dios.

Zaqueo era un hombre que tenía una conducta equivocada y que se sentía insatisfecho por ello. Como publicano, extorsionaba con impuestos al pueblo, cobrando muchas veces de más y oprimiendo a los más pobres. Por eso tenía muy mala fama en el pueblo. Ninguna persona honrada de Jericó se habría atrevido a conversar con él en público. Pero ese hombre no estaba a gusto con la vida; tenía deseo de algo más. Un día oyó decir que el Maestro de Galilea venía a su pueblo y, a pesar de la multitud que se reunió y las dificultades, encontró un sitio para ver a Jesús.

Lo más sorprendente es que es Jesús quien se adelanta. Es Él, el Maestro, quien quiere encontrarse con Zaqueo, con sus búsquedas, sus inquietudes y deseos. Y se invita a comer en su casa. En la época de Jesús, sentarse a comer con alguien era algo especial: expresaba deseos de comunión con esa persona, su voluntad de compartir con ella no sólo la comida, sino también la amistad. Por eso Jesús es criticado con dureza por la gente del pueblo. No comprenden que una persona santa, un Rabbí, se sentara en la mesa de un indeseable y sinvergüenza como Zaqueo.

Pero esa comida supuso para Zaqueo un cambio radical. Nadie puede entrar en comunión con Jesús sin ser transformado. Comer con el Profeta de Nazaret, acogerlo en casa, compartir la comida con Él, tiene consecuencias. Zaqueo fue transformado y, por eso, decidió repartir sus bienes y restituir especialmente a aquellas personas a las que había estafado.

Entonces Jesús puede decir lleno de gozo que la salvación de Dios ha llegado. Me imagino el aspecto de Jesús ante las palabras de Zaqueo. Aquel hombre había encontrado lo que buscaba, que no eran bienes materiales, sino claves para vivir y ser feliz. Había sentido, sobre todo, el amor inmenso de Jesús y, por eso, no tuvo reparos en cambiar su conducta equivocada. Jesús debió mirarle con un cariño extraordinario cuando dijo fuerte, para que todos se enteraran: este hombre también es hijo de Abraham; es decir, también Zaqueo es un hombre que se ha dejado llevar por la fe.

2.- La Iglesia, en busca del hombre perdido

Nosotros, los discípulos de Jesús, debemos mantener la misma actitud de nuestro Maestro. Él nos dejó el encargo de prolongar su misión. Para eso está la Iglesia; éste es el sentido de cada comunidad cristiana: ser signo de Jesucristo y hacer posible su presencia en el mundo.

Por eso, nuestra actitud debe ser la de Jesús. Existimos para traer la buena noticia de la salvación al hombre perdido. Hay muchas personas muy seguras de sí mismas, que piensan haber logrado la salvación a través de la ciencia, la medicina o los bienes que han acumulado. Es muy difícil hablarles de un Salvador. Pero también hay muchas personas que, como Zaqueo, son buscadores. Algunos tienen bienes, pero quieren algo más. Otros tienen necesidades básicas de alimento, cariño o amistad. Para todos ellos existimos como comunidad.

Somos nosotros los que debemos tomar la iniciativa. No debemos esperar a que estas personas vengan a nosotros, sino salir nosotros a buscarlas, y levantar los ojos como Jesús para encontrarlas sobre una higuera o allá donde les haya llevado la vida. Al igual que hizo Jesús, debemos ponernos en camino para llamar a la salvación, para ofrecer a estos hombres y mujeres un sentido para su vida.

Nuestra meta es conducirlos al encuentro con Jesucristo; ayudarles a que Jesús mismo entre en su casa y se siente a la mesa con ellos. No somos nosotros quienes transformamos a las personas; no es la Iglesia quien puede curar. La Iglesia -nuestras comunidades- son el espacio para facilitar el encuentro con el único Salvador; la Iglesia es la sala donde el hombre de hoy puede encontrar a Jesucristo, si quiere. Lo primero es amarlos, como Jesús; hacerles sentir que son amados por el Padre celestial.

Nosotros no debemos tener miedo a invitar a todos a entrar en la sala. No tengamos miedo de ser criticados por dejar que todos entren, para facilitar a todo el mundo el encuentro con el Maestro.

Es Él, Jesús de Nazaret, el que quiere seguir encontrándose con los hombres y mujeres de hoy. Nosotros sólo somos sus siervos, sus criados. Jesús quiere compartir su amistad con todos los hombres y nosotros, como su comunidad, somos el lugar para facilitar este encuentro, que transforma completamente a la persona.

Como Iglesia debemos oír la llamada a ponernos en salida, para buscar a los Zaqueos de nuestros días, todos aquellos que buscan en la oscuridad, para conducirlos a Cristo. Ojalá podamos repetir muchas personas: también tú eres hijo de Abraham; también tú eres amado por Dios y has sido salvado.

Abadia de MontserratDomingo XXXI del tiempo ordinario (30 de octubre de 2022)

Domingo XXX del tiempo ordinario (23 de octubre de 2022)

Homilía del P. Bonifaci Tordera, monje de Montserrat (23 de octubre de 2022)

Sirácida 35:12-14.16-18 / 2 Timoteo 4:6-8.16-18 / Lucas 18:9-14

 

Si echamos un vistazo a la Historia de la humanidad, ¿qué vemos?: En el orden internacional: rivalidades, guerras, disputas, opresiones dictatoriales, esclavitud de un pueblo sobre otro. ¿Y en las relaciones personales?: dominio de los inteligentes sobre los menos inteligentes, de los ricos sobre los pobres, de quienes tienen algún poder cívico, de justicia, o de poder, sobre el resto del pueblo. En el fondo sólo constatamos el hecho de ser uno más que otro, dominar y no ser dominado.

Y Dios ¿qué es lo que quiere? Lo hemos escuchado en la primera lectura: quiere hacer justicia, apiadarse de los pobres que claman a Él, y no tardará en salir a favor de ellos. Y esto es lo que suplicaba el pueblo siempre que se veía sometido al dominio de otro pueblo: de los asirios, de los babilonios, de los griegos, de los romanos. Esta justicia era lo que deseaban que hiciera el Mesías que vendría a salvarles. Querían la libertad, que es lo más innato del ser humano.

Y, al llegar la plenitud de los tiempos se cumplió ese deseo, cuando Dios envió a su Hijo hecho hombre para salvar a los hombres. Pero, ¿convocó algún tribunal? ¿Llamó a la revolución social? ¿Reunió algún ejército?

Jesús, sí vino a salvar, a hacer justicia, a liberar a toda la humanidad. Pero, ¿cómo? Esto es lo que nos dice, hoy, el Evangelio. Vinieron al templo un hombre que se tenía por justo porque cumplía al pie de la letra los preceptos de la Ley, y hasta con creces. Y se comparaba con un pobre pecador, cobrador de impuestos, que no hacía más que golpearse en el pecho y repetir: Dios mío, sedme propicio, que soy un pecador. Y Dios hizo justicia a éste y no al cumplidor orgulloso de la Ley.

Y, ¿Jesús quería salvar a Israel, con ese criterio, con esa actitud benevolente y misericordiosa hacia uno que se confesaba pecador? Pues sí. Porque él había venido a salvar y no a castigar. Y esto lo constatamos en toda su actividad durante su predicación del Reino: cuida enfermos, libra de demonios, acoge pecadores, resucita muertos, no respeta el sábado (día sagrado para los judíos). Predica contra la injusticia, contra la opresión de la mujer, que, según la Ley de Moisés, podía ser despedida por el marido, fustiga el cumplimiento estricto de la Ley antes que auxiliar a los enfermos. En fin, va contra las prácticas y costumbres establecidas en esa sociedad religiosa.

Y ahora, yo me pregunto: ¿Este comportamiento puede solucionar todos los problemas del mundo? La respuesta es evidente: es la solución divina a los problemas que afectan a la humanidad. Si todos tuviésemos algo de compasión por el que sufre, si quienes tienen poder se preocuparan de hacer justicia, si todos pensáramos más en el bien de los demás en lugar de despreocuparnos, si en el matrimonio hubiera un verdadero amor para el consorte y no un deseo dominador, si entre capitalista y trabajador hubiera propósito de hacer justicia en lugar de hacer riqueza, si todo el mundo viviera respetando el bien del otro, ¿no es verdad que el mundo cambiaría? Pero Dios no se impone con amenazas, Dios respeta nuestra libertad, porque así nos ha creado para poder ser felices, y por eso no podemos esperar a que haya un hecho milagroso que cambie la situación. Somos los hombres los únicos responsables. Jesús nos ha dejado ejemplo de cómo debemos actuar. Y ahora, también, el mismo cambio climático nos lo está diciendo: somos responsables. Pero Jesús habla al corazón. Abrámosle él nuestro, sincera y totalmente.

Abadia de MontserratDomingo XXX del tiempo ordinario (23 de octubre de 2022)

Beatos Mártires de Montserrat (13 de octubre de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (13 de octubre de 2022)

Primer aniversario de la Bendición Abacial

Isaías 25:6a.7-9 / Hebreos 12:18-19.22-24 / Juan 15:18-21

 

Aunque no nos guste demasiado, los conflictos, queridas hermanas y hermanos, están presentes en nuestro entorno, en nuestra vida, en nuestro mundo. Debemos creer que todos preferiríamos un escenario donde todo se arreglara pacíficamente, con diálogo, donde prevalecieran los intereses que incluyen el mayor bien para el mayor número de personas y donde no hiciera falta recurrir a ningún tipo de violencia para solucionar los dilemas y las opciones que se nos van proponiendo. Este panorama, aunque utópico, ha sido un constante anhelo humano que ha recibido muchos nombres. En la tradición cristiana, esta utopía podríamos decir que es una suerte de aplicación social del Reino de Dios, del cielo o del paraíso, de ese estado donde Dios será todo en todos.

Pero la realidad se impone de otra manera. La Sagrada Escritura con su pedagogía ya nos habla de los primeros conflictos en cuanto están el primer y el segundo ser humano en la tierra, Adán y Eva. Estos conflictos se convierten en violentos y mortales entre el tercero y el cuarto hombre; Caín y Abel. Estaríamos un poco tentados de decir: y desde entonces hasta hoy… ¿qué ha cambiado? Han cambiado los sistemas de dañar, cada vez más refinados; quizás incluso ha cambiado la valoración de la vida humana que tantas veces nos parece que cuente tan poco, siempre que la vida en cuestión no pertenezca a nuestro primer mundo y tenga un cierto status, donde entonces puede llegar a ser venerada.

Pero el Antiguo Testamento no empieza con este pesimismo. El libro del Génesis habla de una creación armónica, querida por Dios y que se mantiene siempre como una posibilidad de regreso a ese Reino del que nos alejamos tantas veces personal y colectivamente. Podríamos pensar que la paz que emana de la creación de Dios y la guerra que viene de nosotros caminan paralelamente, al mismo nivel. Nunca lo han hecho. Dios siempre ha sido más fuerte que el mal, aunque cueste verlo. Muy especialmente nos lo ha dicho definitivamente en Jesucristo de quien decimos que es, príncipe de Paz, y que ha vencido al mal, al pecado y a la muerte.

Este esquema sencillo que intento explicar se repite a menudo en la historia y es triste que hoy tengamos que constatarlo todavía en muchos conflictos bélicos, pero también en tantas peleas internas de cada casa. ¿Os imagináis un mundo sin guerras, una Escolanía sin ninguna pelea? ¡Qué tranquilidad! Para conseguirlo, la primera lucha que debemos emprender es la propia: la de cada uno consigo mismo, con su fidelidad al bien, a la paz, a Dios. Cuántas cosas empiezan por la tozuda inmadurez que se rebela en nuestro interior contra los mejores deseos.

Y esta es la pregunta que las lecturas y la Fiesta de hoy, de los Santos Mártires de Montserrat nos hacen de forma intensa: ¿cómo nos situamos personalmente ante los conflictos? ¿Cuál puede ser la enseñanza de los mártires para nosotros?

Ante todo, la cordura. Utilizando todas nuestras capacidades que son reflejo de la bondad y sabiduría de Dios en su Creación, que nos incluye a nosotros. Somos conscientes de la complejidad del mundo en el que vivimos. La mayoría de los monjes de Montserrat en 1936 lo hicieron e intentaron salvar su vida. Muchos lo consiguieron y por eso estamos nosotros aquí. Es nuestra responsabilidad comprender bien los porqués de las situaciones, ya que así nos será más fácil encontrar en el ámbito de cada uno soluciones sencillas que preparen el Reino de Dios. Sí, porque el Reino de Dios se prepara a menudo con actitudes simples.

A los escolanes le diría que miraseis a vuestro alrededor y no acabarais siempre con las excusas de que la culpa es de los demás o que esto siempre se ha hecho así, aunque esté mal. Debéis ser capaces de poder cambiar cosas. Si lo podéis hacer ahora, puede que os preparéis para cambiar otras más importantes en la vida.

En segundo lugar, a menudo los horizontes racionales, históricos, todos los que pertenecen a las visiones humanas se agotan. Nos queda entonces la fe. La fe como fundamento, sabiendo que Dios es mayor que nosotros. Nosotros nos hemos acercado a la montaña que es Jesucristo. Entendamos todos, también vosotros escolanes, qué significa amar a Dios y a los hermanos. La fe nos hace confesar que Dios prevalece sobre el resto. Que hay un horizonte trascendente en el que todo es posible.

Las lecturas de hoy hablan de ese horizonte del más allá, de ese Reino de Dios, como de una montaña donde todos estamos llamados. La fiesta de hoy, que hace sólo ocho años que se celebra, desde el año siguiente a la beatificación de los mártires, el 13 de octubre del año 2013, recuerda a los monjes que fueron muertos durante los primeros meses de la Guerra, llamada Civil, en 1936 y 1937. Al elegir las lecturas, se quiso que las montañas bíblicas que aparecen nos evocaran nuestra montaña de Montserrat en la que ellos, estos monjes mártires, fueron llamados para vivir una vida monástica, que quería ser fiel a ese Reino de Dios. Una vida que no podía imaginar los conflictos que debería enfrentarse. El evangelio de San Juan que hemos leído se entiende por completo si pensamos en aquellos que, llevados por el odio estructural del momento histórico, que se apoderó de tantas mentes y de tantas voluntades, no dudaron en perseguir y en matar a otros hombres por pertenecer a la Iglesia, ser monjes, ser cristianos.

Mártir significa testigo, significa proclamar la verdad. El testimonio más importante que debemos dar los cristianos es el de nuestra fe. El de afirmar que creemos en Dios, en el Padre, en Jesucristo en el Espíritu Santo. Nuestros hermanos mártires atestiguaron de una forma muy sencilla, sin grandes confesiones, siendo lo que eran, fortalecidos por una situación que les acercó aún más a Jesús y a la donación de sus vidas que habían hecho con la profesión monástica. En ese momento tuvieron seguramente la convicción que expresó el P. Robert Grau, prior del monasterio:

Debemos creer que el poder y la sabiduría de nuestro Padre celestial nunca son tan manifiestos como cuando saca bien del mal. (…) Así lo hará Él en estas horas terribles de prueba, ciertamente, pero al fin (horas) de misericordia suya, si vivimos nuestra fe y nuestra confianza absoluta en Él (…).

En tercer lugar, recordemos que lo de los mártires no es sólo historia. Aún lo tenemos cerca. Incluso los escolanes de cuarto estuvisteis hace cuatro años, justo cuando llegasteis, al funeral del P. Alexandre Olivar, que había entrado en el monasterio antes de la guerra y que era compañero de algunos monjes muertos mártires a los dieciocho años. También hoy muchas personas siguen dando su vida porque son cristianos. Fui este año a una celebración donde se recordaba a personas fallecidas recientemente por causa de la fe, aún no reconocidas como beatos o santos de la Iglesia. Me sorprendió que había muchos testimonios diferentes, desde los asesinatos sin más razón que el odio al cristianismo, a aquellos a quienes se les consideraba testigos de la caridad porque habían arriesgado la vida cuidando a enfermos o pobres y necesitados.

Los mártires de la historia nos enseñan el camino que debemos tomar hoy ante la injusticia, la guerra, la pobreza, fieles siempre al Evangelio de Jesucristo con todas sus consecuencias. Sólo Jesucristo y este Evangelio pueden pedirnos un testimonio total y radical. Veneraremos a nuestros hermanos mártires de Montserrat, sus reliquias, en este relicario que como una gavilla nos los recuerda intensamente en esta eucaristía, porque ellos fueron testigos en sus circunstancias tan especiales y les pedimos su intercesión para poder serlo también nosotros.

 

Abadia de MontserratBeatos Mártires de Montserrat (13 de octubre de 2022)

Domingo XXIX del tiempo ordinario (16 de octubre de 2022)

Homilía del P. Joan M Mayol, monje de Montserrat (16 de octubre de 2022)

Éxodo 17:8-13 / 2 Timoteo 3:14-4:2 / Lucas 18:1-8

 

Argue, obsecra, increpa, son tres palabras extraídas de la traducción latina de la segunda carta a Timoteo que hoy hemos leído y que están incrustadas en el nervio vertical de mármol del ambón desde donde os estoy dirigiendo estas palabras. Argue, obsecra, increpa: arguye, reprocha y exhorta. Argumenta, alerta y anima, podríamos traducir con un lenguaje más dinámico. Argumentar, alertar y animar por medio de la vitalidad que posee la Palabra de Dios. Esta Palabra va dirigida a toda la persona, a la mente y al corazón que deciden, a las manos que concretan; son palabras inspiradas e inspiradoras, no tanto por lo que literalmente dicen sino por lo que interiormente provocan.

Las lecturas de este domingo se mueven en estas tres dimensiones profundamente humanas que representan la mente, el corazón y las manos: nos hacen razonable la confianza en Dios, desvelan el sentido de la oración y nos animan a vivir en una esperanza activa.

El evangelista san Lucas introduce la parábola del juez injusto y la viuda, para recordarnos la necesidad de orar siempre sin desfallecer. La oración es sencilla pero insistente y perseverante. La viuda pone su vida en manos del juez, y, finalmente, contra todo pronóstico, ante un juez que no teme a Dios y no tiene ningún respeto por los hombres, obtiene justicia. El acento aquí recae sobre la actitud insistente y perseverante de la viuda que acaba venciendo a la desidia del juez. Jesús toma el ejemplo de este personaje negativo, que finalmente acaba obrando bien, para hacer ver con mayor claridad que Dios, que es bueno por naturaleza, más aún: que es el único bueno, como no va estar siempre y con mucha más generosidad a la oración de quienes le invocan.

Pero el Señor ve en la viuda al pueblo de Israel que en su pobreza clama de Dios noche y día la salvación y afirma que Dios hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche muy pronto. Jesús está anticipando veladamente la hora de su pasión y de su resurrección de entre los muertos que será la respuesta de Dios al Pueblo de Israel y a la humanidad entera, una respuesta que Israel no esperaba, pero que es la respuesta que el mundo necesitaba, porque Cristo resucitado es la respuesta más bella a los interrogantes más oscuros y a las mayores preguntas de la humanidad.

La respuesta de Dios a la oración del Pueblo escogido es Jesucristo resucitado y, a partir de él, todas las cosas toman un sentido nuevo. Ya no se trata de levantar las manos para ganar una guerra sino de formar parte de la construcción de la paz que beneficia a todos. Y sin dejar el tema de la oración, podemos ver cómo el propio evangelista, que nos narra la parábola del juez y la viuda en el evangelio, en su segundo libro, Los Hechos de los Apóstoles, nos explica cómo entendieron los primeros cristianos ese «orar siempre sin desfallecer» a partir de la resurrección del Señor. Lo hicieron con unanimidad, entre la alabanza y el discernimiento. El día de Pentecostés, nos dice San Lucas, que oraban todos juntos en un mismo lugar y que se reunían siempre para la oración. La oración, como alabanza, no es evasión sino anticipación del mundo nuevo para no olvidar hacia dónde deben converger todos nuestros esfuerzos.

Más adelante, en el capítulo IV del mismo libro de los Hechos de los Apóstoles, reflejando los momentos de tribulación que vivía la comunidad, la oración se convierte en camino de discernimiento. Lo primero que los discípulos piden en la oración, sorprendentemente, no es protección, no piden ni siquiera el fin de las persecuciones que empiezan a surgir, se pide discernimiento para ver y comprender el momento presente más allá de los esfuerzos y precauciones humanas que seguramente tomaron. Esta interpretación del momento presente se realiza a partir del conocimiento orante de la Escritura. Lo primero que se tiene presente es la trascendencia de Dios, su soberanía sobre el mundo, su acción en la historia de Israel y, a partir de ahí, se lee el hoy de la tribulación en clave de identificación con la vida y la pasión redentoras de Jesús, una vida que, gracias al Espíritu, continua en la comunidad cristiana. De esta oración de discernimiento de los primeros cristianos, ¿no os parece que tenemos mucho que aprender todavía?

A menudo nuestra oración es más de petición que de alabanza o de agradecimiento, más interesada en cosas materiales que en las del espíritu. Pedimos y nos desanimamos cuando no obtenemos inmediatamente lo que hemos pedido. Pero la oración de petición, según los Hechos de los Apóstoles, es objetivamente distinta. La comunidad pide una sola cosa: poder seguir viviendo y anunciando con coraje la Palabra de Dios de modo que se manifieste la fuerza transformadora del Espíritu del Señor en lo concreto de la vida para que el mundo pueda ir transformándose en parte del Reino de Dios, o para que el estilo de vida de todos esté más acorde con la dignidad humana y en armonía con la creación diríamos hoy nosotros. Rezan para que quienes se odian lleguen a amarse como hermanos, en una palabra, rezan con sus propias palabras, pero según el sentido de la oración del Señor: el Padrenuestro; ésta es la base de toda oración cristiana. El cristiano que orando así pone el alma y la vida, forma parte, como Jesús, de la respuesta de Dios al mundo.

El evangelio de hoy termina utilizando el registro de la provocación para desvelar en nosotros la sana inquietud de una esperanza de que nos mantenga despiertos para percibir su paso entre nosotros. Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».

El Señor vendrá al final de los tiempos, y para cada uno de nosotros, ciertamente, en la hora de pasar de este mundo al Padre, pero también llega ahora y aquí en cada persona y en cada acontecimiento.

¿Encontrará, pues, suficiente fe en nuestros corazones ahora que se nos volverá a dar en la Eucarística?

¿Hay en nosotros una fe y una voluntad suficientemente dispuestas, ahora, a dejarse trabajar por los valores del Reino?

¿Puede encontrar hoy el Señor, en nosotros, una fe suficientemente comprometida y gozosa como para que el mundo pueda ver en ella la belleza de su rostro?

Abadia de MontserratDomingo XXIX del tiempo ordinario (16 de octubre de 2022)

Domingo XXVIII del tiempo ordinario (9 de octubre de 2022)

Homilía de Mns. Salvador Giménez, Obispo de Lleida (9 de octubre de 2022)

40 aniversario de la Missa de TVE a Catalunya

2 Reyes 5:14-17 / 2 Timoteo 2:8-13 / Lucas 17:11-19

 

Abadia de MontserratDomingo XXVIII del tiempo ordinario (9 de octubre de 2022)

Domingo XXVII del tiempo ordinario (2 de octubre de 2022)

Homilía del P. Carles M Gri, monje de Montserrat (2 de octubre de 2022)

Jubileo Sacerdotal de loss PP. Bernabé M Dalmau y Carles M Gri

Habacuc 1:2-3; 2:2-4 / 2 Timoteo 1:6-8.13-14 / Lucas 17:5-10

 

Queridos hermanos, queridas hermanas: Los textos de la liturgia nos hablan hoy de la fe que encuentra su plenitud en la caridad.

El profeta Habacuc, en la primera lectura, contempla la invasión de los ejércitos babilónicos. El Pueblo escogido sufre el castigo por sus infidelidades. Por otra parte, el mal también está presente entre las filas del pueblo invasor. La justicia y la rectitud han sido molidas. En medio de esta desolación, se hace oír la Palabra de Dios: el justo por su fe vivirá. La fe traerá la salvación. He aquí la palabra de esperanza siempre válida para todos: para el israelita y para nosotros. triturar 

La segunda lectura nos lleva a fijarnos en la necesidad de que nuestra fe sea vigorosa, fuerte y decidida. San Pablo, el hombre probado por el sufrimiento, puede afirmar con autoridad a su discípulo Timoteo: Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza.

Teniendo presente lo que acabamos de decir, nace espontáneo el ruego dirigido a Jesús en el evangelio: Auméntanos la fe. En efecto, por ser hombres evangélicos en medio de nuestro mundo, para ser luz y sal para los hombres de nuestro tiempo demasiado a menudo saturados por un consumo egoísta, envueltos por la malévola dictadura de un relativismo demoledor de todo sentido, de toda fidelidad y de todo ideal, necesitamos una fe robusta, sólida, lúcidamente convencida. Una fe que debemos pedir con oración insistente y confiada porque solo puede ser concedida por el propio Padre de las Luces.

Así pues, que el fruto de esta eucaristía dominical, en la que damos gracias por el don del sacerdocio recibido hace cincuenta años por el P. Bernabé Dalmau, por el P. Salvador Plans, ya traspasado, y por un servidor, sea el mismo fruto que en la segunda lectura pedía Pablo por su discípulo, el obispo Timoteo: en la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús.

Que María, la Virgen fiel, bendecida porque ha creído y amado, nos obtenga esta gracia por su maternal intercesión.

Abadia de MontserratDomingo XXVII del tiempo ordinario (2 de octubre de 2022)

Domingo XXVI del tiempo ordinario (25 de septiembre de 2022)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (25 de septiembre de 2022)

Amós 6:1a.4-7 / 1 Timoteo 6:11-16 / Lucas 16:19-31

 

Estimados hermanos y hermanas,

La parábola que acaba de proclamar el diácono nos sitúa ante una escena que nos trastorna porque concentra en una imagen la realidad presente de nuestro mundo: el abismo entre los ricos y los pobres. Como bien sabemos existen y coexisten la humillación y la indiferencia hacia los menos favorecidos y existe también el despilfarro desproporcionado ante la miseria de los demás.

La parábola de hoy comienza presentando a los dos personajes principales, pero el pobre es el que es descrito con mayor precisión. Se trata de un hombre llamado Lázaro que se encuentra en una situación desesperada. Es un pobre mendigo que además está enfermo, es decir, que tenía sobre él todas las desgracias. No es un personaje anónimo, sino que tiene rasgos precisos y que es presentado con una historia personal de pobreza y enfermedad. Su presencia junto al portal era como si fuera invisible para ese hombre rico.

La parábola nos muestra de forma muy cruda las contradicciones con las que se encuentra el hombre rico. Al contrario de Lázaro ni siquiera tiene nombre, es calificado o conocido como un hombre rico, que iba vestido de púrpura y de lino finísimo, y cada día celebraba fiestas espléndidas. Su vestir y sus banquetes ponen en evidencia su afán por el dinero, por la vanidad y por la soberbia que le oscurecían la vista hasta el punto de no darse cuenta de que un pobre estaba sentado a sus pies.

Los dos personajes están en unas condiciones diametralmente opuestas cuyo relato los pone en relación. Por un lado, el pobre pide ayuda al rico, y no lo obtiene. Por otro lado, al final de sus días, tras haberlo menospreciado, es el hombre rico que pide que Lázaro le moje la lengua con la punta de su dedo.

Sin embargo, el problema que plantea la parábola va mucho más allá de la gran riqueza o la extrema miseria, porque hay hombres y mujeres que viven de manera ejemplar y solidaria las ventajas de su situación económica y también hay hombres y mujeres que con muy pocos recursos viven atentos a la realidad de otros pobres como ellos.

¿Cuál es el significado de esta parábola? En primer lugar, debemos decir que el relato no pretende decir cómo será la vida después de la muerte, como tampoco es una promesa–sedante para los pobres de todo tipo, de tener un final feliz a una vida desdichada y llena de dificultades, como compensación de las desgracias vividas y ni mucho menos una invitación a la resignación de los pobres en beneficio del status quo de los ricos.

De forma plástica, el evangelista san Lucas nos dice que el pobre murió y fue llevado por los ángeles llevado por los ángeles hasta el seno de Abraham, mientras que el rico sencillamente fue sepultado. Ambas situaciones podrían llevarnos a una conclusión apresurada, contraponiendo el bien al mal. El problema no son las riquezas sino el vacío del corazón del rico, ya que como he dicho hace un momento hay hombres y mujeres, muchos de ellos les llamamos santos y santas que han vivido su seguimiento de Jesús compartiendo sus bienes, como también sabemos que hay hombres y mujeres que pese a disponer de grandes o pocas riquezas viven con el corazón endurecido y encerrados en cualquier realidad de sufrimiento.

La parábola, como toda enseñanza de Jesús, es para el tiempo presente, que es lo único que tenemos para vivir y realizar la experiencia de hijos de Dios. Por eso, como conclusión de esta reflexión y consciente de que la Palabra de Dios debe ser leída y vivida siempre en primera persona del singular, es necesario que no nos quedemos solo en el tema de las riquezas, de si tenemos más o menos llenos los bolsillos, sino que debemos ir hasta al fondo del corazón y contemplar el vacío que hay cuando éste no está habitado por el amor y la donación por más o menos bienes materiales que podamos tener.

El hombre sin nombre y Lázaro nos hacen dar cuenta de que la vida sólo tiene sentido cuando es dada, y no caigamos en la trampa de justificar nuestros cierres diciendo que no podemos dar nada porque no tenemos nada, ya que tenemos la mayor riqueza que pueda haber y que es la posibilidad de amar como Dios nos ama, conscientes de que amar es siempre un camino, un proceso a construir a lo largo de toda la vida.

Finalmente, la parábola nos ofrece una gran enseñanza y es hacernos caer en la cuenta de que el otro es un don para mí. La verdadera y justa relación con las personas consiste en reconocer con agradecimiento su valor. El otro, que a menudo se presenta lleno de llagas o enfermedades, tanto si tiene dinero como si no, es siempre un llamamiento a la conversión. Por eso la parábola que hoy nos ha sido proclamada es una invitación a abrir la puerta de nuestro corazón al otro, puesto que cada persona es siempre un don.

También hoy, nosotros podemos caer en el mismo pecado de ese hombre rico y que consiste en olvidarnos de quien nos necesita. Nuestro alejamiento o nuestra proximidad con Dios sólo se miden en cómo nos acercamos o alejamos de los demás.

La Palabra que hoy nos ha sido proclamada es una fuerza viva capaz de suscitar en nosotros la conversión del corazón hacia los demás y hacia Dios.

 

Abadia de MontserratDomingo XXVI del tiempo ordinario (25 de septiembre de 2022)

Domingo XXV del tiempo ordinario (18 de septiembre de 2022)

Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat (18 de septiembre de 2022)

Amós 8:4-7 / 1 Timoteo 2:1-8 / Lucas 16:1-13

 

Con mayor o menor frecuencia, todos hemos pedido al Señor que haga más viva y más operativa nuestra fe católica. En el sorprendente evangelio de hoy podemos encontrar alguna luz. El Señor hace una observación bien arraigada en el sentido común. Dice: El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho: y el que en lo poco es infiel, también es infiel en lo mucho. ¿Cuáles son estos bienes de valen poco y cuáles son los bienes de mucho valor?

Denomina el evangelio bienes de poco valor a los bienes de esta vida, como serían los subsidios corporales, el alimento, el vestido, la salud y cosas por el estilo, que Dios prometió dar a quienes creen en él, pero pidiendo que no estemos abrumados por estas cosas, sino que esperamos confiadamente en él, ya que Dios es la providencia de quienes se acogen, providencia segura y total.

Los bienes de mucho valor son los dones de la vida eterna e incorruptible, que Dios prometió conceder a todos aquellos que crean en él y conservan una fe sana en estos bienes eternos, pidiéndoselos al Señor, como dijo en otra ocasión: Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura.

En la relación con lo pequeño y lo temporal se demuestra si se cree en Dios, se pone a prueba la solidez de la fe. Cosas que Dios nos prometió concedérnoslas, a condición de que no estemos abrumados por ellas, sino que esencialmente nos preocupamos de las realidades futuras y eternas, propias del Reino de Dios.

Ahora bien, la única forma de hacer que fructifiquen para la eternidad nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que poseemos, es compartirlas con nuestros hermanos. Así seremos buenos administradores de lo que Dios nos concede.

Narrando la parábola de un administrador astuto, por su clarividencia al ser previsor para el futuro, Cristo enseña a sus discípulos cuál es la mejor manera de utilizar el dinero y las riquezas materiales, es decir, compartirlas con los pobres, ganándose su amistad con vistas al reino del cielo. Así nos lo ha dicho el Señor: «Ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas». Se trata, pues, de imitar a Cristo mismo, el cual, como escribe san Pablo, «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza». Parece una paradoja. Cristo no nos ha enriquecido con su riqueza, sino con su pobreza, es decir, con su amor, que le impulsó a entregarse totalmente a nosotros.

Hoy, como antes, la vida del cristiano exige valentía para ir contra corriente, para amar como Jesús, que llegó incluso al sacrificio de sí mismo en la cruz. Así, podríamos decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas riquezas. No es extraño ver el esfuerzo y los incontables sacrificios que muchos hacen para obtener más dinero, para subir en la escala social, para obtener un bienestar material, siempre incierto. ¡Cuanto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra!

María santísima, que en el Magníficat proclama que el Señor «llena de bienes a los pobres, y los ricos se vuelven sin nada», nos ayude a todos a utilizar, con sabiduría evangélica, es decir, con generosa solidaridad, los bienes que valen poco.

 

Abadia de MontserratDomingo XXV del tiempo ordinario (18 de septiembre de 2022)

Domingo XXIV del tiempo ordinario (11 de septiembre de 2022)

Homilía del P. Carles-Xavier Noriega, monje de Montserrat (11 de septiembre de 2022)

Éxodo 32:7-11.13-14 / 1 Timoteo 1:12-17 / Lucas 15:1-32

 

Acabamos de escuchar lo que se conoce como las tres parábolas de la misericordia. Tres parábolas que van juntas, que no deben separarse. Dos son cortas: la oveja perdida y hallada, y la de la moneda de plata perdida y hallada; una tercera, más larga y muy conocida, la del hijo perdido y hallado. Aquí tenemos todo el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, compuesto únicamente por estas tres parábolas, y cada una podría resumirse en dos palabras: misericordia y alegría.

En la primera, un hombre tiene cien ovejas, pero pierde una. Deja las otras 99 y va a buscar a la oveja perdida. Cuando la encuentra, corre a anunciarlo y hay una fiesta. Entonces Jesús dice esta frase sorprendente: Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por 99 justos que no necesiten convertirse.

Lo mismo ocurre con la parábola de la moneda de plata. Una mujer tiene sólo diez monedas de plata y pierde una. Rápidamente enciende una luz, barre la casa y, cuando encuentra la moneda, su alegría estalla. Jesús termina esta parábola como la anterior: Hay una alegría igual ante los ángeles de Dios por un pecador que se convierte.

Lo mismo ocurre con la parábola del hijo perdido y encontrado, que todos conocemos como la parábola del hijo pródigo, pero que debería llamarse más bien la parábola del padre misericordioso. El padre espera a este hijo que le ha abandonado y se ha ido con su herencia a llevar una vida muy decepcionante. Cuando le ve venir por el camino, a su padre le invade la compasión y corre a encontrarlo. E inmediatamente hay una fiesta.

Tres parábolas sobre la misericordia de Dios hacia los pecadores. Las tres terminan con las mismas palabras, un poco como un estribillo: Alegraos conmigo, porque he encontrado lo que había perdido. Y en la tercera, este estribillo se refuerza con las palabras dichas dos veces: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida. … Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida”. Y fijémonos en que, para Dios, Padre de Misericordia, todo pecador que vuelve a casa es su hijo, pero también es nuestro hermano.

Tres parábolas a través de las cuales Jesús nos presenta el verdadero rostro de Dios. El pastor que encuentra a su oveja, la mujer que recupera la moneda y el padre que ve volver al hijo, no sólo muestran su alegría, sino que nos invitan a compartirla. Esta llamada a la alegría también puede verse como una llamada dirigida a nosotros, una llamada a la conversión, una llamada a pasar de una preocupación excesivamente centrada en uno mismo, de una búsqueda excesivamente centrada en la felicidad propia, a un auténtico deseo de compartirla con los demás. La reacción del hijo mayor nos muestra que esto no es tan fácil. Sin embargo, cabe señalar que, aunque se niega a alegrarse de la felicidad de su padre, a compartir su alegría, no es rechazado. Su padre sale de la fiesta para hablar con él, al igual que Cristo salió de su condición divina para compartir nuestra angustia, como escribe San Pablo en su carta a Filipenses.

Así es Dios, como padre que no se reconoce. Con demasiada frecuencia se ve a Dios como un adversario, un competidor. Algunos se dicen: si Dios está ahí no puedo sacar de mí lo que soy, no puedo desarrollar todo mi potencial. Así que pido mi herencia y pongo una distancia infinita entre él y yo… para darme cuenta después de que nadie está interesado en mí. Pero Jesús da la vuelta a nuestras creencias. Dios es un padre, sí, que te deja libre, que no te obliga a quedarte, que te espera y te acoge sin pedirte razón de tus tonterías, que te devuelve la dignidad, que sale a convencerte si te ofende su benevolencia desbordante, que todavía afirma con rotundidad: debemos celebrar a cada hijo dado por perdido y recuperado por la infinita ternura de Dios.

Hermanos y Hermanas, las tres parábolas de hoy expresan este corazón de Dios que quiere encontrar a quienes se han alejado y hace todo lo posible para encontrarlos. A través de estos relatos, Jesús nos habla de un Dios que está dispuesto a revolver su casa para encontrar algo importante, un Dios que está dispuesto a recorrer kilómetros para encontrar a la oveja perdida, un Dios Padre que corre a encontrar a su hijo e invita a su primogénito a unirse a la fiesta, ya que el perdido ha sido hallado.

Estas parábolas son una llamada a la conversión, una llamada a volvernos más hacia Dios nuestro Padre, ese Dios cuyo nombre es misericordia, ese Dios que nos espera y nos acoge a todos con tanta alegría.

 

Abadia de MontserratDomingo XXIV del tiempo ordinario (11 de septiembre de 2022)

La Natividad de la Virgen (8 de septiembre de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (8 de septiembre de 2022)

Miqueas 5:1-4a / Romanos 8:28-30 / Mateo 1:1-16.18-23

 

Seguro que todos os babéis dado cuenta, queridos hermanos y hermanas, queridos escolanes, que las lecturas de hoy suenan a Navidad. Celebramos el nacimiento de la Virgen María, de Santa María, pero lo hacemos hablando de Navidad, es decir del nacimiento de Jesucristo. Todas las fiestas litúrgicas de la Virgen María que, durante el año, conmemoran su Natividad, hoy ocho de septiembre; la Inmaculada Concepción, el ocho de diciembre; su Maternidad sobre toda la Iglesia, el primero de enero; y, finalmente, su asunción al cielo, que celebrábamos hace tres semanas el quince de agosto, son todas ellas fiestas que sólo se comprenden si las ponemos en relación con Jesucristo.

Mostrarnos a Jesucristo debería ser siempre el fin de una fiesta mariana. Cada día en la Salve rezamos que la Virgen María nos muestre a Jesucristo. Quizás por eso no es tan extraño que, para celebrar a Santa María, hablemos de Cristo, del Señor. Casualmente, mientras preparaba esta homilía recibí un wassupp de un amigo que vive en Dallas, en Texas, en Estados Unidos. Allí son mucho más normales que aquí los mensajes cristianos en público: en carteles por las calles, detrás de los camiones… Aquí sorprenderían un poco. Este amigo me los envía muy a menudo. Lo que recibí mientras preparaba esta homilía era un cartel junto a una carretera que decía It’s all about Jesus. Todo va sobre Jesús. En nuestra fe, finalmente todo debe ir sobre Jesús y su evangelio. También el recuerdo de la Virgen María.

Hoy celebramos la natividad de la Virgen María. Celebrar un nacimiento es algo muy humano. El nacimiento nos coloca en una familia, en una tradición, llevamos un nombre que nos ponen cuando nacemos y que nos identifica. Y que normalmente no lo cambiamos y si lo hacemos, como algunos monjes, es para significar precisamente un gran cambio en la vida. En el caso de Santa María su nacimiento la identifica como una hija de Israel, su pueblo, una fiel sencilla, sin apariencia exterior alguna de ser destinada a la misión que cumplió. Tenemos, pues, en la solemnidad de hoy, una primera realidad muy concreta. La memoria de la mujer, de María de Nazaret.

Esta misma fiesta de la Natividad de la Virgen María, también nos revela otra realidad. Del día de hoy también decimos al menos aquí que es la fiesta de las vírgenes encontradas. Hoy es la fiesta de aquellas advocaciones en las que la tradición habla de una imagen encontrada como Núria, Meritxell, Queralt, Claustro, Cinta y muchas de las que encontrará en nuestro camino de los Degotalls. También era la fiesta de la Virgen de Montserrat, hasta que en 1881 se instituyó la solemnidad propia del 27 de abril.

De la hija de Israel, de María de Nazaret pasamos pues a la Madre que cada tierra se hace suya, que tantos y tantos lugares acogen. Casi diría que la tierra se ofrece a Dios para acoger a Santa María. Fijaos que la Virgen María lleva el nombre del lugar. Es realmente la geografía concreta que queda tomada por Dios, para recordar la encarnación de su Hijo. Recuerdo que una vez en Navidad cuando hacíamos el Pesebre, no pusimos ninguna cueva y un monje me dijo, falta la cueva porque es el signo de la tierra que, como María, acoge la Palabra de Dios y hace nacer al Salvador. La explicación de que Santa María tome un nombre en cada lugar es precisamente el de la fe cristiana extendida y arraigada en cada rincón de la tierra. Pero ella no es que se multiplica. Es el Cristo único de la que es madre que la hace tan universal y tan católica, que, siendo siempre la única Madre de Dios, se convierte en un fruto de cada lugar, por la evangelización que ha llevado el nombre de Dios a todas partes. Esta dinámica es doble. No sólo ofrecemos nosotros a Dios la tierra y el lugar, que de hecho ya hemos recibido de él, sino que Dios también viene por esta presencia de Santa María a querer estar en toda cultura, en toda lengua y en darles el valor mayor que puedan tener. Quizás los catalanes y las catalanas podríamos tener muy presente y dar gracias por el don de la presencia de Dios en tantos santuarios, que, desde el punto de vista de la fe, son signo de su amor por nosotros.

Y si todo va sobre Jesús, se entiende que la primera lectura y el evangelio de hoy sean evangelios de tema navideño, que hablan de la expectación del Mesías, Cristo y del cumplimiento de su venida al mundo que tuvo lugar por su Encarnación. La primera lectura del profeta Miqueas nos pone ante la expectación de un rey y pastor llamado a gobernar en nombre de Dios, con su majestad y su gloria. Esto significa el modo como Dios gobernaría si estuviera él presente. Qué actual y bonito que el fruto de esta manera de gobernar sea la paz: Y vivirán en paz porque Él será la paz (Mi 5,3-4). Qué actual por contraste, porque ciertamente no constatamos que la forma de gobernar general en el mundo nos lleve precisamente la paz. Todo lo contrario. Nunca nos cansamos como cristianos de tener presente esta frase corta de Miqueas: y vivirán en paz porque el Señor se hará grande hasta el confín de la tierra. Él mismo será la paz». La oración colecta de hoy pide que el fruto de esta fiesta sea la paz. ¡Deseémoslo intensamente!

Y el evangelio nos dice que esa expectativa se realizó en la historia porque Dios vino. Aquel Salvador que Miqueas nos decía que sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemoriales (Mi 5,1), el evangelio nos dice que ese es Jesús, hijo de María, que sí, que realmente viene de lejos, por eso es hijo de todas las generaciones que forman su pueblo, por eso las nombra a todas desde Abraham. Dios vino para eso. Jesucristo es Emmanuel: Dios con nosotros nos decía el evangelio, en la última frase, como si nos hubiera contado toda la historia para prepararnos para ello, para este punto final, para ésta confesión.

Todo va sobre Jesús. Pensad, especialmente vosotros los escolanes, que esta iglesia de Montserrat, tan importante para tanta gente y también para vosotros, junto con la imagen de la Moreneta, con sus cantos, con la oración de los monjes, sólo quiere una cosa: recordar a todo el mundo que Dios está con nosotros. La misma Virgen María con el niño en el regazo nos dice que Dios está con nosotros. Y si Dios está con nosotros, deberíamos amarnos más, de procurar hacer un mundo mejor, de tomarnos más en serio la injusticia, la pobreza, la desigualdad, las amenazas del cambio climático…, porque Dios no quiere ninguna de estas cosas, pero nos deja la libertad para hacerlas y para arreglarlas. Todo depende de cómo utilicemos nuestra libertad. Santa María la utilizó para colaborar plenamente con Dios, encomendémonos a ella como cantamos en el himno de hoy

es luz de amanecer,

que anuncia el Redentor,

ya de tiempo predestinada,

a ser Madre del Señor

Abadia de MontserratLa Natividad de la Virgen (8 de septiembre de 2022)

Domingo XXII del tiempo ordinario (28 de agosto de 2022)

Homilía del P. Ignasi M Fossas, monje de Montserrat (28 de agosto de 2022)

Sirácida 3:19-21.30-31 66:18-21 / Hebreos 12:18-19.22-24a / Lucas 14:1a.7-14

 

Queridos hermanos y hermanas:

La primera lectura de hoy, tomada de uno de los libros sapienciales del AT, nos ofrece algunas máximas de sabiduría práctica y de prudencia en el propio comportamiento. Cuanto mayor eres más humilde debes ser. Estate atento a los consejos de los sensatos y tu corazón se alegrará. En el evangelio, Jesús ilustra estos consejos con una parábola sacada de la vida cotidiana, muy sencilla en apariencia. Cuando alguien te invita a un banquete de boda, no te pongas en el primer lugar…más bien cuando te invitan ve a ocupar el lugar último… porque todo el que se enaltece será humillado, pero el que se humilla será enaltecido.

Hasta aquí podríamos hacer, fácilmente, una aplicación moral de estas enseñanzas en nuestra vida, en el sentido de decir: aquí Jesús, el Señor, nos presenta una serie de consejos útiles para llevar una vida digna, sencilla, recta, propia de una persona humilde, con un corazón limpio.

Todo esto es verdad, y está muy bien, pero resulta exterior a nosotros mismos. Vendría a ser como un ejemplo de vida que estamos llamados a seguir y a imitar, pero que siempre queda fuera de nosotros mismos. Jesús mismo también quedaría fuera nuestro, como un maestro de sabiduría, si se quiere, pero que a lo sumo nos propondría una doctrina de perfección desde el exterior, pero no tendría la fuerza para cambiarnos desde dentro.

La realidad de la vida cristiana, sin embargo, no es así. Jesús no es un maestro eminente que nos enseña unos modelos de vida que deberíamos seguir, como si nos enseñara a conducir unos coches espléndidos, pero después nos dejara solos al volante. No. La persona viva de Jesús forma parte de su propia enseñanza. Él es el camino, la verdad y la vida, y Él penetra en nuestro interior, nos transforma desde el interior y nos da la fuerza de su Espíritu Santo para que podamos vivir la vida nueva que Él nos ha dado.

Fijaos cómo cambia la perspectiva de las lecturas de hoy, si consideramos que Jesús es el protagonista. Así, Él, que es muy rico –pues es Uno con Dios, lleno de sabiduría y de amor– se ha humillado hasta hacerse hombre como nosotros y morir en la cruz. Él, que es el mayor de todos los hombres, –porque es plenamente Dios y plenamente hombre– se ha hecho el más pequeño hasta decir con el salmista yo soy un gusano, no un hombre, befa de la gente y despreciado del pueblo (Salmo 21,7). Cuando Él entró en el banquete de boda con la humanidad, Él que era de condición divina, no guardó celosamente su igualdad con Dios, no se puso en el primer lugar, sino que se hizo nada, hasta tomar la condición de esclavo...y tenido por un hombre cualquiera, se abajó y se hizo obediente hasta aceptar la muerte y una muerte de cruz (cf. Fl 2,6-11). Y precisamente entonces, después de esta humillación, el Padre le ha ensalzado, lo ha tomado y le ha dicho Hijo mío, sube más arriba, es decir, le ha resucitado y ahora se sienta a su derecha.

Este camino que Jesucristo ha hecho el primero, ahora lo sigue realizando en cada uno de nosotros. Jesús vive en nosotros y con nosotros ese abajamiento, esa humillación; se hace suyos todos nuestros dolores, angustias y sufrimientos hasta el punto de máximo aniquilamiento que es la muerte. Jesús se pone con nosotros en el último lugar, nos da la fuerza de su Espíritu para vivir en este lugar que es el nuestro, precisamente con la absoluta confianza que el Padre, que invita a su banquete del Reino pobres e inválidos, cojos y ciegos, esto es, los más humillados, quienes lo esperan todo de los demás, nos tomará también a nosotros y nos dirá Amigo, sube más arriba.

Este camino de nuestra vida, que va desde nuestra pobreza hasta la comunión con Dios, se repite cada vez que, en la Misa, vamos a comulgar. En el momento de la comunión se produce un doble movimiento, se encuentran dos caminos: el nuestro, expresado en levantarnos del lugar donde nos sentamos y caminar en procesión hacia el pie del presbiterio, y el de Jesucristo que viene a encontrarnos, que nos sale al encuentro para incorporarnos a Él, para hacerse Uno con nosotros, y que encontramos por la fe en el pan de la eucaristía recibida de manos del presbítero. Un obispo de Jerusalén del s. IV explicaba que, justo en ese momento, debemos poner la mano izquierda bajo la derecha y ofrecerlas como un trono al Señor, al Rey de la gloria que vamos a recibir. Éste es el sentido del gesto que seguimos haciendo hoy. Recibamos la comunión en la mano, o en la boca, con fe y devoción, no la tomamos con los dedos, banalmente. Ofrecemos nuestras manos como signo de nuestra pobreza, de nuestra humanidad débil y necesitada de salvación, deseando por la fe que el Señor mismo nos incorpore a Él y nos diga: amigo, sube más arriba, ven hasta el corazón del mi corazón donde serás plenamente hombre y participarás del todo en la condición de hijo de Dios. 

Y es que nosotros, hermanas y hermanos, gracias al bautismo y a la confirmación, no nos acercamos a una montaña de fuego ardiente, oscuridad, negra nube y tormenta… sino que nos acercamos a la Jerusalén celestial, a la ciudad del Dios vivo, en el encuentro festivo…de los ciudadanos del cielo; nos acercamos a Dios que nos invita al banquete de la boda del Cordero, a la fiesta de la unión de Cristo y la Iglesia, de Dios y la humanidad; nos acercamos, para continuar con la cita de la carta a los Hebreos que hemos oído, a Jesús, el mediador de la nueva alianza. A Él sea dada la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.

Abadia de MontserratDomingo XXII del tiempo ordinario (28 de agosto de 2022)

Domingo XXI del tiempo ordinario (21 de agosto de 2022)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (21 de agosto de 2022)

Isaías 66:18-21 / Hebreos 12:5-7.11-13 / Lucas 13:22-30

El comienzo del evangelio que hoy nos ha proclamado el diácono, nos sitúa en contexto: «Jesús, pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén». Los detalles tienen a menudo su importancia porque nos ayudan a situarnos y a dar más valor a las preguntas y respuestas de Jesús. El evangelio de San Lucas ya nos hizo saber que Jesús se proponía ir a Jerusalén, es una peregrinación que, para quienes le seguían y para quienes lo queremos seguir, se convierte en un camino de aprendizaje de la voluntad de Dios. Jesús a través de sus palabras va haciendo una catequesis para la vida para todos los que deseamos seguirle para que, en su seguimiento, Jesús nos lleve al Reino de Dios. Es un camino para ir profundizando en el sentido que debe tener nuestra vida, y cuál debe ser nuestro compromiso y las consecuencias de este compromiso.

La pregunta que se le hace a Jesús puede parecer muy bien intencionada y esclarecedora. De hecho, no se ve quién en concreto le hace la pregunta, quizás un apóstol, otro discípulo que no estaba en la lista de los doce y que iba escuchando lo que decía y hacía… Pero el tono como se formula la pregunta parece que quien se la hace no tenga nada que ver con él. Fijémonos, le dice: «¿son pocos los que se salvan?» Es práctica: hacemos cuentas. Esta cuestión quizá nos la hemos hecho más de una vez y quizás no nos hemos atrevido a decirla en voz alta, pero, sin embargo, la respuesta nos interesa, porque quiero saber si yo puedo ser uno de esos pocos que se salvarán. Y sobre todo cuando oigo que la respuesta nos habla de la puerta estrecha. Y sigue diciendo: «os digo que muchos intentarán entrar y no podrán». Vamos, no parece que sea fácil. ¿Cuáles son los sentimientos que nos suscita?

El mensaje que ha querido dar es que no se trata sólo de escuchar, sino de poner en práctica lo que Jesús ha ido enseñando en el camino hacia Jerusalén. Pero no es suficiente que haya un grado de conocimiento personal como el de quienes no se les abre la puerta, y argumentan: «Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas» Y la respuesta es: «Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad”» Aquí está el punto importante. ¿Qué debemos entender por obrar el mal? Seguramente es simplificar mucho la respuesta si sólo decimos: cuando no hemos hecho nada para que la justicia de Dios se abra camino en nuestro mundo. Parece que vienen tiempos especialmente difíciles que, en cierto modo, estamos viviendo, ya ahora, situaciones extremadamente aterradoras en forma de guerra, sin olvidar las situaciones de hambre que van creciendo más y más, o las migraciones que se están repeliendo con violencia, o tantos y tantos permisos de trabajo denegados que dejan a las personas en el limbo más absoluto durante años y años. La indiferencia en el trato, que abandona a las personas en una auténtica soledad y desamparo, también es profundamente injusta. En el camino hacia Jerusalén, lo que enseña y practica Jesús es la atención al otro; una atención que debe vestirse con amor. Lo malo es la indiferencia y el desamor en todos los campos de la vida.

En el evangelio de hoy existe otra parte. La pregunta que le hacían a Jesús era si serían pocos quienes se salvarían. Parece que ahora responde Jesús, como si dijera: ¿pocos? E invita a levantar la mirada y no quedarse mirando a un círculo más bien reducido. Las miradas egóicas son siempre de horizontes con poco alcance. Pero la perspectiva de Dios es la eternidad de la historia de la fe. Es la experiencia de vida de Abraham, Isaac y Jacob, con todos los que se han comprometido a fondo en esta historia de fe como son los profetas. En el Reino de Dios todo el mundo puede tener su sitio en la mesa, gente de oriente y de occidente, del norte y del sur. De todas partes. ¿Y cómo podemos entenderlo? Viviendo a fondo lo que hemos podido saborear en el corazón: la respuesta al salmo que hemos cantado: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio. Y lo haremos desde nuestra experiencia de sentirnos salvados. Porque como decía el salmo: Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre. Si te miras a ti, verás tu pobreza; si miras su amor y su fidelidad encontrarás su gracia, su amor, su deseo de que participes en su mesa. La mesa del Reino donde todos estamos invitados.

 

Abadia de MontserratDomingo XXI del tiempo ordinario (21 de agosto de 2022)

Asunción de la Virgen (15 de agosto de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (15 de agosto de 2022)

Apocalipsis 11:19a,12:1-6.10 / 1 Corintios 15:20-27 / Lucas 1:39-56

 

¡Feliz tú que has creído! Las lecturas de esta solemnidad de la Asunción de la Virgen, día que nos marca siempre la cima del verano, son, amadas hermanas y hermanos, más allá del clima festivo que rodea nuestra eucaristía, un gran testimonio de fe.

La fe es reconocer, aceptar, asentir a Dios, a su verdad y a su realidad en el mundo. Quizás hace unos años era más frecuente la pregunta: ¿Eres creyente? La pregunta no quería decir normalmente si creías en algo, sino si eras cristiano, si reconocías a este Dios Padre, con el Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo, como viviente, como real, como rector del mundo y de la historia.

El evangelio de hoy, podría ser muy bien la respuesta de Santa María a esta pregunta: ¿Eres creyente? La vida de la Madre de Jesucristo, Madre de Dios, está marcada por la fe. Su ejemplo para con todos nosotros es precisamente el reconocimiento que ella hace de Dios en la historia: en su pequeña historia personal y en la historia del Pueblo de Israel.

Uno de los rasgos más fascinantes de la manifestación de Dios es su humildad, su capacidad de hacerse presente en lo cotidiano. En este sentido, digo que las lecturas de hoy son un testimonio de fe porque a partir de hechos muy normales, nos muestran una verdadera confesión de fe.

¿O no es normal que una chica joven, en estado, vaya a visitar a una prima de más edad, también embarazada, para ayudarla? ¿O no es normal que las dos estén llenas de alegría por los hijos que esperan? Pero sobre esta línea de “normalidad” se produce el acto de fe, el reconocimiento de que la vida es un don de Dios y ya muy concretamente en María, que la Vida que espera, Jesucristo, sólo ha sido posible porque ella ha reconocido y ha creído en las posibilidades infinitas de que Dios es capaz de abrir y cumplir. Por tanto, en el reconocimiento de que Dios efectivamente está ahí y actúa.

Esta escena de la visitación, que releemos bastantes veces durante el año en nuestra liturgia en Montserrat, nos habla de una mujer, Isabel, que tiene esa misión tan importante de convertirse en acompañante en los procesos de fe, reconocedora de la realidad espiritual, instrumento de Dios para la revelación de la verdad de María. A nosotros nos ayuda contemplar las palabras llenas de sentido de Isabel a María porque son revelación del plan de Dios: en su alegría; en la del niño, Juan el Bautista, que espera; en el reconocimiento también de la distancia, de la diferencia inmensa que existe entre uno y otro nacimiento; en el saludo inspirado: eres bendecida entre todas las mujeres y finalmente en la frase: ¡Feliz tú que has creído! Isabel capta el momento de Dios que se produce entre ella y Santa María en esta entrañable escena de la Visitación.

En este año del setenta y quinto aniversario del ofrecimiento que el pueblo de Cataluña hizo de un nuevo trono a la Virgen de Montserrat y de la correspondiente entronización de la Santa imagen en 1947, nuestro Santuario ha elegido como lema pastoral precisamente las palabras de Isabel a María en esta escena: ¡Feliz tú que has creído! Aparte de reconocer la fe de la Virgen María, querríamos proponer a todos los peregrinos seguir su ejemplo y dar gracias por el camino que ella abre para que también nosotros podamos creer más, más sincera y más profundamente, en Dios.

¿Y cuál es la respuesta de Santa María? Cuando Isabel pone de relieve de forma tan clara la fe de la Virgen, la respuesta de ella es este canto del Magníficat, un canto que lo contiene casi todo. La iglesia le ha dado el espacio privilegiado de ser rezado cada día en el oficio de vísperas, invitándonos a una identificación personal con las actitudes de la Virgen. El lenguaje sencillo nos ayuda aún más a hacer de este texto una posibilidad de oración, unas palabras que, a pesar de tener veinte siglos, no han perdido ni actualidad ni frescura. Permitidme por tanto que hable del Magníficat en primera persona del plural, como unas palabras dirigidas a nosotros:

María nos invita al reconocimiento de la humildad personal, que hace más fuerte por contraste, la salvación y toda la acción de Dios. Él es quien actúa. Él es quien actúa en nuestra pequeñez. Ante él sólo podemos reconocerlo y reconocer sus maravillas en todos nosotros, alabarlo es ya confesarlo, quizás es la confesión más fuerte que podemos hacer de él. Alabar a Dios nos descentra. ¡Qué actual y qué nuevo es esta actitud en un mundo a menudo ególatra y egocéntrico!

También en el Magníficat, hablamos del Dios que ama de generación en generación, del Dios que protege a Israel, que se acuerda del amor a Abraham y a nuestros padres. A Dios no nos inventamos los teólogos, los obispos, las monjas o los abades y los curas, ni nadie más. A Dios le reconocemos cada uno personalmente por todo lo que Él ha hecho en la historia, la personal y la general. Ni María en su grandeza se inventó a Dios, hasta el mismo Señor y Salvador Jesucristo, sino que reconoció en su vida encarnada en una persona humana, al Dios de Israel como su Padre y como el Señor del Universo y de la historia. Qué antídoto para nuestra sociedad que se piensa tan autónoma respecto al pasado, tan autosuficiente.

Encontramos finalmente a un Dios que María reconoce como quien da la vuelta al orden social y avanzando tantas afirmaciones que después encontraremos en el evangelio, se pone junto a quienes pasan hambre, de los pobres y de los humildes, con un lenguaje bastante fuerte, radical. El evangelio nos lleva siempre al hermano necesitado. Ahora y siempre. Necesitamos convertirnos a esto.

Digamos pues que la escena y el diálogo entre Isabel y María no es inocente. Es un himno profundo a la fe, a reconocer a un Dios implicado en la historia y que nos pide a nosotros la misma actitud de fe activa y comprometida que ellas tienen y cantan.

Contamos hoy con todos los que participáis especialmente con vuestro canto para que podamos celebrar más solemnemente este día. A quienes han avanzado un día el inicio de los Encuentros de animadores de canto como a los que han venido sólo para la misa, quisiera deciros que la escena que hemos leído hoy desprende una joya casi musical. ¡Cuánta música no ha inspirado a la Virgen! ¿Cuántas versiones no tenemos del Magnifict? He encontrado una página muy interesante en internet, una entrada de la Wikipedia que en inglés se llama lista de los compositores de Magníficats. Desde el gregoriano a Penderecki o Arvo Part, muchos han querido transmitirnos la alegría de María por las obras admirables de Dios. También los cantores de la coral Tirychae que nos acompañan, revivirán hoy esta tradición que canta a María con cantos antiguos y nuevos. Estoy seguro de que con Mariam Matrem canto medieval del Llibre Vermell y con una obra de hace pocos años de Josep Ollé, L’Ave Maris Stella, que ya es tradicional en esta celebración, nos ayudará a alabar a Dios cantando, como María, y espero que os acerquéis a las palabras que cantáis y al espíritu de fe que sus compositores seguramente tuvieron al componerlas.

¡Dichosos también nosotros que queremos creer! Vivir la fe como María, es tener la esperanza de que podremos asociarnos como ella, a la Pascua de Jesucristo. Su asunción al cielo, representada por la pintura de este presbiterio, por el gran rosetón de la fachada de la Basílica y por el mármol que hay encima de la Escalera que sube al camarín, es el cumplimiento de su fe, es la realidad de su felicidad con Cristo por haber creído, es su Pascua, es la llamada más sencilla que nos hace a todos y cada uno de nosotros: aceptar que Jesucristo nos ha prometido la plena comunión con Dios, una comunión que ahora anticiparemos en la eucaristía, participando del cuerpo y de sangre de Cristo y que nos invita como ella a creer, a alabar y a amar a todos.

https://youtube.com/watch?v=n7rTGVVdE1A

Abadia de MontserratAsunción de la Virgen (15 de agosto de 2022)

Domingo XX del tiempo ordinario (14 de agosto de 2022)

Homilía del P. Bonifaci Tordera, monje de Montserrat (14 de agosto de 2022)

Jeremías 38:4-6.8-10 / Hebreos 12:1-4 / Lucas 12:49-53

 

Las tres lecturas de la Liturgia de hoy nos traen el mismo mensaje: el pecado de la confrontación, de la oposición be-mal.

¿De dónde vienen las oposiciones, a veces tan violentas? ¿No sólo en el campo internacional, sino también entre religiones, entre ciudades, entre familias, entre ideologías? En cualquier lugar donde haya convivencia.

Hemos escuchado en la primera lectura cómo Jeremías anunciaba guerras y derrotas en Israel. No eran palabras halagadoras. Y le sale un falso profeta que le contrapone un mensaje triunfal. Jeremías es castigado y metido en un pozo fangoso. El problema fue no querer atender a las amenazas evidentes que anunciaba Jeremías. Fue el preferir el engaño del bienestar engañoso. Esto nos exhorta a tener coraje para abrir los ojos a la realidad y no al deseo engañoso y ficticio del bienestar.

Ésta, también, es la enseñanza que nos ofrece la carta a los Hebreos. Nos pone el ejemplo de los cristianos que han dado la vida por la fe y nos han dejado el ejemplo de una vida santa. Han luchado y han vencido, por su constancia. Han sabido posponer el bienestar ficticio, asumiendo la contrariedad al igual que Cristo, el modelo por excelencia, que ha llegado al trono de Dios a través de la cruz. Él no se avergonzó de aguantar los escarnios y el martirio, porque la verdad no se puede jugar a los dados. Resistió hasta la muerte, que él puso en manos del Padre, Juez justo que premia el bien, y lo resucitó. Él es nuestro modelo de comportamiento cristiano. Como cristianos también seremos criticados e incluso burlados. Pero nuestra fe tiene el sello de la inmortalidad. Y la verdad no puede desmentirla nadie, aunque le cueste triunfar. ¡Creamos!

La contrariedad de Jesús se resume en su mensaje: “amaos unos a otros tal y como yo os he amado”. Éste es el fuego que Jesús quería que quemara la tierra. Y éste es el fuego que quisieron apagar con su crucifixión. Él predicaba un fuego que quema el mal de la división, del egoísmo, del dominio del fuerte sobre el débil, del rico sobre el pobre, del sabio sobre el ignorante, del sano sobre el enfermo, de la injusticia sobre la justicia. Anunciaba la era del amor, de la comunión, del perdón, del respeto, de la solidaridad, de la compasión. Pero los hombres de la Ley judía no quisieron hacerle caso.

Y parece que sus seguidores no hemos sabido practicarlo durante todos los siglos de cristianismo: porque, ya durante la época apostólica hubo divisiones: si era necesario o no seguir la observancia de la circuncisión y los preceptos del judaísmo. También, en las preferencias de las viudas judías sobre las de origen griego. Y no hablemos de la lucha de San Pablo con los judaizantes. Y, en el s. II, y siglos posteriores, las diversas interpretaciones de la figura de Jesús. Y la división actual de los cristianos, que tanto dificulta la predicación del Evangelio.

Jesús nos reveló quién es Dios, y que en él no hay división alguna, y quiere que los hombres seamos uno, con comunión, en comprensión por las diferencias; que cada uno trate de abrirse a lo que dice el otro, que se abra a los avances de la civilización, que haya adaptación a las novedades positivas de los hombres. Es lo que predica tan insistentemente el Papa Francisco: No encerrarse, no anquilosarse en ideas pasadas, saber acoger lo bueno que nos aporta la nueva cultura, saber cambiar de estilo pastoral y de lenguaje. Superar el clericalismo. El amor sabe acomodarse a todo lo bueno y noble, y las potencia.

A nivel personal tratemos de poner comunión donde hay división, perdón donde existe enemistad, bondad donde existe rigidez, paciencia donde hay dificultad en cambiar. Es decir, intentar hacer la comunión y poner comprensión en las diferencias inevitables que hay entre los hombres. Pero sabiendo que quien pule una piedra, colabora en la cohesión del edificio de la Iglesia.

El amor jamás destruye, siempre edifica. El amor es Dios en nosotros.

Dejémoslo actuar.

https://youtube.com/watch?v=bSvWDzQYZR0

 

Abadia de MontserratDomingo XX del tiempo ordinario (14 de agosto de 2022)

Domingo XVIII del tiempo ordinario (31 de julio de 2022)

Homilía del P. Ignasi Fossas, monje de Montserrat (31 de julio de 2022)

Eclesiastés 1:2: 2:21-23 / Colosenses 3:1-5.9-11 / Lucas 12:13-21

 

Queridos hermanos y hermanas en la fe:

El 31 de julio el calendario romano registra la memoria de St. Ignacio de Loyola. Este año celebramos 500 años de su peregrinación a Montserrat y de su estancia en Manresa, y también coincide con los 400 años de su canonización, con motivo de la cual le fue dedicado un altar lateral en nuestra Basílica.

Pero hoy también es domingo, y la celebración de la Pascua semanal pasa por delante, como es natural, de la memoria de San Ignacio. O si se quiere, dicho positivamente, la mejor manera de honrar la memoria de San Ignacio, este gran peregrino de Montserrat, es celebrando la pasión-muerte-resurrección y ascensión de Nuestro Señor Jesucristo. Jesús de Nazaret, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, sedujo y cautivó al corazón de Ignacio hasta hacerle cambiar la vida. Jesucristo se convirtió en el principal objetivo del conocimiento y de la vida de Ignacio.

Y es que una de las características del ser humano es la obsesión por conocer mejor el mundo, los demás y uno mismo. Podríamos añadir, también, el conocimiento de Dios.

El hombre se plantea el cómo y el porqué de todo. Y esa búsqueda incansable distingue la historia de la humanidad. La búsqueda del conocimiento exige poner en práctica diferentes cualidades humanas, como por ejemplo la capacidad de observación y el análisis de la realidad, el razonamiento, la experimentación, la discusión, etc. Enseguida nos damos cuenta de que, en ocasiones, los sentidos nos engañan y que nuestra percepción de la realidad es equivocada. Parece que es el sol que se mueve de oriente a occidente, o que el horizonte del mar es más alto que la tierra firme. Parece que alguien quiere ayudarnos, y en cambio tiene intención de robarnos. Y podríamos ir multiplicando los ejemplos.

La Palabra de Dios nos enseña a percibir y medir mejor la realidad, tanto la realidad personal como la realidad que nos rodea. A primera vista puede parecer que el trabajo, el esfuerzo o la inquietud, el poder, el dinero o el dominio sobre los demás, nos pueden asegurar la vida y la felicidad; y así le ocurrió a San Ignacio durante la primera parte de su vida. Es decir, nos parece que todo esto forma parte de la realidad más fundamental y determinante. Y en cambio no es así, lo oíamos en la primera lectura: Todo esto es en vano. ¿Dónde está el camino para descubrir la realidad auténtica?

El salmo responsorial nos enseñaba que también nuestra percepción del tiempo puede ser sesgada. Todos hemos experimentado que el tiempo nos puede parecer muy corto o muy largo, que puede pasar muy rápido o muy despacio, dependiendo de cuál sea nuestro estado de ánimo, o de si hacemos algo más o menos a gusto, o de si estamos bien de salud o estamos enfermos. Para acabar de complicarlo, el tiempo no es igual para Dios que para nosotros: Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; una vela nocturna. Incluso la vida de los hombres es una nada: como hierba que se renueva que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. Por eso el salmista exclama ante Dios: Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato.

San Pablo, en la segunda lectura, nos hace dar un paso más en la búsqueda del conocimiento. Y lo hace señalando a la persona de Cristo resucitado. La conversión a la fe comporta una adhesión plena a la persona viva de Jesucristo, lo que hace cambiar radicalmente nuestra vida. Por el bautismo morimos con Cristo y resucitamos junto a Él. Por eso, os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador. Eso mismo es lo que quiso exteriorizar San Ignacio cuando se quitó sus vestidos de caballero y de soldado, aquí en Montserrat, se los dio a un pobre, y se puso él mismo una saya mucho más sencilla y mucho más simple que había comprado antes de llegar. Este conocimiento pleno del Señor se encuentra en los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Conocer, además para los cristianos, significa amar, y por eso debemos aspirar a los bienes de arriba, no a los de la tierra. El conocimiento consiste, por tanto, en la identificación con Cristo. A medida que, por la acción del Espíritu, nos hacemos similares a Él avanzamos hacia el pleno conocimiento. En esto consiste la riqueza verdadera, la felicidad plena, la alegría profunda. En Cristo descubrimos la verdadera dimensión de la realidad. Él renueva nuestros sentidos, por los que podemos captar las cosas y las personas tal y como son realmente, sin engaños ni falsas ilusiones. Pedimos con el salmista que Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. Que vuestro amor, Señor, no tarde más en saciarnos y lo celebraremos con gozo toda la vida.

Abadia de MontserratDomingo XVIII del tiempo ordinario (31 de julio de 2022)

Domingo XVII del tiempo ordinario (24 de julio de 2022)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (24 de julio de 2022)

Génesis 18:20-32 / Colosenses 2:12-14 / Lucas 11:1-13

 

En cierta ocasión, un joven al que se le había muerto de forma prematura un familiar muy cercano se enojó con Dios, y decidió que a partir de entonces sería ateo: así lo afirmó, y así vivió durante un tiempo. Pero un buen día, mientras se preparaba para realizar una actividad que tenía cierto riesgo, se dio cuenta de que, de repente, estaba rezando el Padrenuestro para encomendarse a Dios. Esta oración que Jesús nos enseñaba hoy en el evangelio le brotó espontáneamente del corazón cuando se encontraba en un momento límite, y entonces se preguntó: ¿Qué tipo de ateo soy, pues? Veámoslo.

¿Podemos imaginarnos dos personas que se quieran, pero no se lo digan nunca? ¿O dos personas que se quieran y no se hablen? Es difícil… Pues lo mismo ocurre entre Dios y nosotros: si amamos a Dios, si Dios nos ama, no puede ser que no nos hablemos nunca. Y ese diálogo mutuo entre Dios y nosotros es la oración. Y fijémonos en que decimos “diálogo” y no “monólogo”, aunque nos parezca que en la oración del Padrenuestro sólo somos nosotros quienes hablamos y Dios nos escucha. No es exactamente así. De hecho, en esta oración le pedimos que él hable, que intervenga en nuestras vidas: “hágase su voluntad”, “venga a nosotros tu Reino” … ¿Cómo podemos saber cuál es la voluntad de Dios, y cómo podemos reconocer qué es de su Reino, si no le escuchamos? En la primera lectura Dios y Abraham dialogaban de tú a tú, como podríamos hacer con cualquier persona conocida que encontramos en nuestro día a día. Y es cierto que este diálogo entre Dios y nosotros no se produce de la misma manera, aunque podría parecernos muy práctico… Pero, aunque nos parezca que Dios no nos dice nada y queda siempre en silencio, Dios no deja nunca de hablarnos: pero lo hace de manera sutil, que hay que ir descubriendo. Dios nos habla sobre todo a través de la persona de Jesús, pero también nos habla a través de otras personas, y de las cosas que nos pasan. Lo que ocurre es que, si no tenemos el Espíritu Santo con nosotros, se nos hace difícil comprender y descubrir qué es lo que nos quiere decir. Y por eso Jesús dijo a los discípulos que el Espíritu Santo era su don más preciado, lo que Dios nos da realmente en la oración, y lo que realmente debemos aspirar a tener: «Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, mucho más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden».

Los apóstoles con la Virgen recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Nosotros lo recibimos el día de nuestra Confirmación. Pero lo seguimos recibiendo en cada celebración eucarística: hoy, ahora y aquí que estamos celebrando la Pascua semanal hemos recibido una vez más su Palabra, recibiremos los dones de la Eucaristía, y con ellos recibimos una vez más el Espíritu Santo que es el que, a través de sus dones, nos irá ayudando a descubrir qué es lo que Dios nos quiere decir, qué es lo que espera de nosotros en cada momento, y qué es lo que necesitamos para ir siguiendo adelante en nuestro camino por la vida. Y hoy que es domingo y celebramos la resurrección del Señor, recordamos una vez más que justamente esta resurrección de Jesús es el destino al que todos estamos llamados y hacia el que todos caminamos. Es el mejor regalo que Dios puede hacernos.

Si somos conscientes de todo esto, toda nuestra vida puede convertirse en una oración. Y como un ejemplo vale más que mil palabras, podemos leer ahora un texto anónimo muy ilustrativo, y que al parecer proviene de una placa que hay en un centro de recuperación en Nueva York. Dice así: “Yo había pedido a Dios la fuerza para conseguir el éxito; Él me ha hecho débil para que aprenda humildemente a obedecer. Yo había pedido la salud para hacer grandes cosas; Él me ha dado la enfermedad para que haga cosas mejores. Yo había pedido la riqueza para poder ser feliz; Él me ha dado la pobreza para que pueda ser sensato. Yo había pedido el poder para ser apreciado por los hombres; Él me ha dado la debilidad para que sienta la necesidad de Dios. Yo había pedido un compañero para no vivir solo; Él me ha dado un corazón para que pueda amar a todos mis hermanos. Yo había pedido cosas que puedan alegrar mi vida; Él me ha dado la vida para que pueda alegrarme de todas las cosas. No he tenido nada de lo que había pedido, pero he recibido todo lo esperado. Sin embargo, mis oraciones no formuladas han sido escuchadas. Yo soy de entre los hombres el más abundantemente satisfecho”. Hasta aquí el texto. Quien lo escribió, es seguro que había recibido ese don del Espíritu Santo que le permitía leer todos los acontecimientos de su vida en clave de oración. De todo lo que le pasó, tanto si de entrada lo clasificamos como “bueno” o como “malo”, él sacó la conclusión de que era lo que Dios quería decirle en cada momento. Porque Dios no puede dar nada malo, como un padre no daría una serpiente a su hijo en vez de un pez, o un escorpión en vez de un huevo.

Volviendo a aquel joven que decíamos al principio, pues, ya podemos entender qué le pasaba: aunque él se hubiera rebelado contra Dios, Dios nunca le había dejado. Y se dio cuenta de ello en ese momento límite, cuando la oración brotó espontáneamente de su corazón. La fuerza del Espíritu Santo no le había dejado del todo, y era él quien le ayudaba en ese momento de debilidad, de limitación, de contrariedad… Y después tuvo el éxito que no había pedido, y supo superar contrariedades mucho peores que le vinieron, sin perder la felicidad. Ésta es la finalidad de la oración: no es para obtener lo que nos parece que necesitamos en cada momento, sino para tener con nosotros a Aquel que nos puede ayudar a superarlo todo. Pidamos a Dios su Espíritu Santo con toda la fuerza, y estemos seguros de que el Señor nos escuchará.

Abadia de MontserratDomingo XVII del tiempo ordinario (24 de julio de 2022)

Domingo XVI del tiempo ordinario (17 de julio de 2022)

Homilía del P. Bernabé Dalmau, monje de Montserrat (17 de julio de 2022)

Génesis 18:1-10a / Colosenses 1:24-28 / Lucas 10:38-42

 

Estimados hermanos y hermanas,

Tiempos convulsos son los nuestros. Nuestra humanidad está triste, en nuestro país hay desbarajuste. Nos encontramos con un mundo que presenta signos de cansancio más que de impulso; de vacilación más que de entusiasmo; abrumado por una ráfaga de recuperación resentida, más que atraído por una promesa alentadora.

Salíamos de una pandemia y nos encontramos con una guerra que empezamos a olvidar. Y la violencia contra los inmigrantes, atrapados entre la miseria y la muerte, deja un rastro de sangre, como acaba de suceder en la frontera de Melilla. Muchos piensan que estamos perdiendo el alma y que por el mundo se extiende una mancha de deshumanización que llega a hacernos extraños a nosotros mismos. ¿Cómo será posible mantener la alegría en los días turbulentos de la historia de la humanidad? ¿Cómo nos será posible cansados soportar el desgaste de los tiempos sin perder la esperanza? ¿Qué caminos hay que seguir para andar juntos, decidir juntos, vivir en comunión con personas, historias, culturas tan distintas?

Mientras meditamos esta situación, nos llega el reto: “Marta, Marta, estás preocupada y nerviosa por muchas cosas…”. Reconocemos respetuosa la voz del Señor, pero nos dan ganas de decir con el salmista: “¡Despierta, Señor! ¿Por qué duermes? Desvela, no nos rechaces para siempre. ¿Por qué nos escondes la mirada y olvidas el dolor que nos oprime?… ¡Levántate, ven a ayudarnos! ¡Libéranos por el amor que nos tienes!” (Sal 44, 24-27).

Como cuando los apóstoles veían que se hundía la barca, el salmo nos viene al pensamiento; pero el oído oye el eco: “Marta, Marta, estás preocupada y nerviosa por muchas cosas…”. Y san Bernardo nos avisa de que “demasiadas ocupaciones, una vida frenética, a menudo acaban por endurecer el corazón y hace sufrir el espíritu” (De consideratione II,3).

¿Cómo saldremos del callejón sin salida? La liturgia de hoy, con el bello pasaje de la hospitalidad que Abraham ofrece y el salmo que nos hablaba de vivir en la casa de Dios, en la montaña sagrada, parece que haga hincapié en la hospitalidad, y que, por tanto, Dios bendice la caridad de la actividad diaria. En una palabra, la liturgia toma partido por Marta, no por María. Pero en realidad la enseñanza de Jesús que “María [de Betania] ha escogido la parte mejor” nos viene a decir sintéticamente algo: que no debemos condenar la actividad a favor de los demás, sino que debemos subrayar que debe estar penetrada interiormente también por el espíritu de la contemplación. No debemos perdernos en el activismo puro, sino que siempre debemos dejarnos penetrar en nuestra actividad por la luz de la Palabra de Dios.

En consonancia con esta Palabra divina podremos entender aquella afirmación central de la predicación de Jesús: “Buscad el Reino de Dios, y esto [es decir, las cosas necesarias] se os dará por añadidura” (Lc 12,31). El Reino de Dios significa que Dios está presente y actúa. Y esta fe que lo ha de empapar todo, tal y como llenaba la vida entera de Jesús, nos hará comprender todos los contrastes del Evangelio: tanto los que encontramos en las parábolas, como los de las explicaciones con las que él acompañaba sus gestos.

Visto así, el contraste entre la inquietud de Marta, que también es la nuestra, y la serenidad de María, que también debe ser la nuestra, nos hace comprender el mensaje de Jesús. Los deberes que la Iglesia nos asigna hoy en el primer cuaderno de este verano tan caluroso es éste: fijarnos en los ejemplos que a nuestro alrededor podemos encontrar de personas llenas de generosidad porque han hecho caso a la Palabra de Dios.

Tiempos convulsos, los nuestros. Pero cuanto más oscuro es el horizonte, más destaca la estrella que da luz a nuestros pasos y nos ilumina el camino.

Abadia de MontserratDomingo XVI del tiempo ordinario (17 de julio de 2022)

San Benito (11 de julio de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (11 de julio de 2022)

Proverbios 2:1-9 / Colosenses 3:12-17 / Mateo 19:27-29

 

Pienso, queridos hermanos y hermanas, que la relación y el conocimiento personal con San Benito de Nursia de todos los que estáis escuchando aquí o por medio de internet, debe ser muy diferente.

Quizás algunos de vosotros sin idea alguna que hoy había esta celebración, se la han encontrado; otros conocedores del calendario litúrgico, la han identificado enseguida, los oblatos y los monjes benedictinos esperábamos la fecha y tenemos claro que hoy recordamos la proclamación como Patrón de Europa, del autor de la Regla, el texto que nos identifica y da sentido a nuestras vidas. La vida benedictina es un tesoro de sabiduría espiritual llena de consejos e intuiciones capaces de enriquecer la vida incluso fuera de los monasterios y sin necesidad de ser monjes. Por eso, al hablar de San Benito y de la espiritualidad de la Regla quisiera que todo el mundo se sintiera incluido.

¿Cómo se hace presente en el mundo esta sabiduría espiritual? ¿Tiene que ver con los edificios románicos, góticos o más modernos que los monjes fueron edificando y que hoy son en tantos lugares patrimonio histórico? Un poco sí, pero no creo que los edificios hagan justicia a la sabiduría de san Benito.

¿Quizás esta sabiduría se ha concretado en cultura? Es interesante que la etimología amplia de la palabra cultura está cercana al significado de la palabra catalana cultivo (conreu). San Pablo VI dijo que los benedictinos fuimos importantes en la creación de Europa occidental, la creamos con el libro y con el arado: esto es con todo tipo de cultura. Sí. El impacto cultural en sentido amplio ha sido fuerte y esperamos que lo siga siendo, pero tampoco agota el significado profundo de la aportación que creo que nos hace la Regla benedictina.

El núcleo, lo imprescindible de nuestro texto venerable, radica en el ámbito de la persona y de su dimensión espiritual: es tomar al hombre o a la mujer y enfocarlos hacia Dios. Éste es el fundamento. Queda claro que uno de los momentos en los que cualquier institución debe ser clara con lo que quiere, es el momento en el que es necesario incorporar nuevos miembros, nuevos trabajadores, nuevos socios. En este momento no podemos engañarnos sencillamente porque nos va en ello la identidad y la continuidad. La Regla de Sant Benet establece el criterio definitivo del discernimiento de las vocaciones al establecer que es necesario que «busquen a Dios de verdad». Es por esta razón que me atrevo a decir, no inventándomelo, sino apoyado por toda la tradición monástica, que el núcleo de nuestra vida es ponerse de cara a Dios, para empezar un camino sostenido por la fe, con plena conciencia de la fragilidad personal, pero avanzando hacia Dios, que nos ha creado y ha puesto el deseo de buscarlo en nuestro interior. Este principio tiene algunos rasgos interesantes:

Es universal. No puedo proponeros honestamente a todos los que me estáis escuchando que viváis la comunión de bienes, la estabilidad en una comunidad, la obediencia a un superior. Sin embargo, proponeros que busquéis a Dios de verdad es totalmente posible Quizás por esta razón afirmamos que, hablando hoy de temas monásticos, podemos hablar a todo el mundo.

Buscar a Dios de verdad es una proposición sencilla. Sólo tres palabras en el latín original. Las cosas importantes no deben ser largas ni complicadas. La propuesta será sencilla, pero toca el fondo humano de cada uno: buscamos, por tanto, estamos en movimiento, la espiritualidad benedictina nos comprende como hombres y mujeres de deseo, no perfectas.

Naturalmente es una propuesta creyente. No buscamos cualquier cosa. Buscamos a Dios. El Dios de Jesucristo. Y desde la fe, no podría pensarse una vida sin Dios. Por tanto, profundizamos lo que somos y lo que creemos como cristianos. Nada más, nada menos. Cualquier propuesta cristiana debería responder plenamente a aquellas palabras de Jesús: he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.

También es una propuesta estable. En la espiritualidad de la Regla benedictina, el buscar a Dios de verdad no está pensado como algo puntual. Es lo suficientemente serio como para implicar toda la vida. Es una propuesta que no es necesario cambiar constantemente. En nuestro contexto actual, incluso me atrevería a decir que esta idea de la estabilidad en las opciones, tanto cristiana como benedictina es nueva, es alternativa. La practica poca gente. Pero está comprobado que da felicidad y sentido. Quizá esta estabilidad sea una de las cosas que podríamos predicar más como monjes, sin olvidar que debemos vivirlo primero nosotros para predicarlo con algo de dignidad.

Por último, Buscar Dios de verdad es una propuesta personalizada. Es necesario que cada uno se ponga en camino. Por mucho que parezca abstracto, Sant Benet nos concreta bastante cómo hacerlo: Habrá que orar y habrá que amar. Los monjes lo haremos en comunidad y cada uno que haya incorporado este rasgo espiritual a su vida o lo quiera incorporar, podrá ver cómo reza y cómo ama a su alrededor. Tampoco es difícil de entender. Orar y amar para hacer bien concreto vivir, creer y buscar a Dios es una propuesta para una vida tomada en serio. De vida sólo hay una y estaría bien que no nos pasara lo que tan bien expresaba el poeta castellano Jorge Manrique,

Este mundo es el camino / para el otro, que se morada / sin pesar; / pero cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar. (V)

No mirando a nuestro daño, / corremos a rienda suelta / sin parar; / desde que veamos el engaño / y queremos dar la vuelta, / no hay lugar. (XII)

(Coplas a la Muerte de su padre)

Estas intuiciones frente a la vida y la muerte, no son lejanas de la Regla de San Benito, y nos demuestran con esta proximidad que más allá del carisma estamos ante verdaderos enfoques creyentes y humanistas. La sabiduría espiritual es en el fondo un patrimonio de la humanidad, y Dios la reparte como quiere y al que quiere, generosamente.

Habiéndonos centrado en este leiv motiv, buscar a Dios de verdad, la Regla nos dice que, viviendo así, orando y amando, la sabiduría espiritual impregnará nuestra vida, todas nuestras relaciones e incluso nuestras actitudes corporales.

Ésta es la raíz del árbol benedictino, cuyos frutos y cuya fecundidad han sido tan grandes. Procuramos que el crecimiento y los frutos del árbol estén siempre en relación con la raíz, esto es en la verdadera búsqueda de Dios, en la oración, en el amor. Para una propuesta así, que no hace más que replicar la llamada de Jesucristo a seguirle, entendemos que el evangelio de hoy justifique que podamos dejarlo todo.

Pongámonos siempre en disposición de escuchar y acoger la voz del Señor que nos llama, lo hace siempre, y lo hace en cada eucaristía, abrámosle pues el corazón.

Abadia de MontserratSan Benito (11 de julio de 2022)

Domingo XV del tiempo ordinario (10 de julio de 2022)

Homilía del P. Josep-Enric Parellada, monje de Montserrat (10 de julio de 2022)

Deuteronomio 30:10-14 / Colosenses 1:15-20 / Lucas 10:25-37

 

Estimados hermanos y hermanas,

La liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrece para nuestra contemplación y oración la parábola del Buen samaritano, que como toda parábola tiene una ambientación dramática, en este caso evidente, y un núcleo central, que es lo más importante: Dios mismo y su Reino.

En el relato de hoy, nos encontramos, en primer lugar, con un maestro de la Ley cuya intención es poner a Jesús a prueba con una pregunta sobre lo que debe hacer para tener la vida eterna. Tratándose de una pregunta trampa, Jesús se limita a pedirle qué está escrito en la Ley, ya que siendo un maestro lo sabía perfectamente. Le dice: en la Ley está escrito “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y “a tu prójimo como a ti mismo”. La respuesta gusta a Jesús y le pide ir más allá: “Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida”.

La invitación a poner en práctica lo que está escrito en la Ley no debió de convencerle demasiado ya que o no sabía cómo hacerlo o intuía que se trataba de algo serio que le obligaba a un cambio radical en su vida. Por eso, el mismo evangelista nos dice que con ganas de justificarse, preguntó de nuevo: «¿Y quién es mi prójimo?»

Jesús ante esta insistencia le explica una parábola que cambia el significado de sus preguntas, como iremos viendo a lo largo de esta reflexión.

En la respuesta parabólica de Jesús vemos cómo un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, un trayecto no fácil en aquel tiempo y más si se hacía solo. En un momento determinado del trayecto este hombre, de quien no se nos dice en ningún momento ni el nombre, ni si era judío, pagano o samaritano, cayó en manos de ladrones, que le desnudaron, le apalearon y se fueron dejándolo medio muerto, es decir, le abandonaron a su desdicha.

Sin introducción alguna aparecen casualmente, bajando por el mismo camino, un sacerdote que lo vio, pero pasó de largo por el otro lado. Igualmente, un levita que también pasó de largo por el otro lado.

La actitud del sacerdote y del levita hacen nacer la indignación en los lectores de la parábola. Y es normal. Ante la injusticia o actitudes poco nobles nos indignamos. Y hacemos bien en hacerlo. Pero al contemplar un texto evangélico no debemos olvidar que la Escritura no habla nunca en tercera persona del singular, sino que cada uno de nosotros puede poner su nombre encima o debajo de las actitudes de todos y cada uno de los personajes que aparecen, también en el de los anónimos sacerdote y levita de ese relato. En este punto, cada uno debe tratar de ver cómo su nombre, su historia, encuentra un reflejo en la misma Palabra de Dios que es la Escritura, sabiendo que Dios es el único que conoce con nitidez la vida de cada uno, es decir, tal y como Él la ha creado. Y esto nos da confianza en el desfallecimiento.

Continuando con la reflexión de la parábola, un samaritano que viajaba por aquel lugar, supongamos que casualmente al igual que lo hacían el sacerdote y el levita, cuando llegó lo vio, se compadeció y se acercó a él.

Verle, compadecerse, acercársele, tres realidades rebosantes de humanidad. Por eso, creo que podemos decir que no hay humanidad sin compasión, siendo ésta la menos “sentimental” de los sentimientos, ya que detenerse y acercarse a la realidad que se ha visto del otro pide un proceso para ir creando en el propio corazón unas actitudes que hacen estar atentos a la realidad de quienes sufren. Seguro que aquel anónimo samaritano hijo de un pueblo considerado por los judíos como personas hostiles, despreciables, que no participaban del culto del templo de Jerusalén, donde precisamente el sacerdote y el levita ejercían su oficio, había ido trabajando en su interior actitudes profundas que se desprenden de la Ley, es decir, amar al Señor, con todo el corazón y a los demás como a uno mismo.

El samaritano va aún más allá. No sabiendo si estaba vivo o muerto le toca, vendándole las heridas después de haberlas curado. Si el herido ya estaba muerto, el samaritano tocándolo se convertía en un hombre impuro. Por eso impresiona cómo el evangelista no esquiva la pregunta del maestro de la Ley, como tampoco la esquivó Jesús, sino que le ofrece y nos ofrece a nosotros la concreción fáctica y práctica del Decálogo indicando, uno tras otro, diez verbos para describir el plan de amor de Dios: ver, compadecerse, acercarse, calmar, vendar, cargar, llevar, cuidar y volver, por si todavía se necesita algo.

Jesús cambia la pregunta del maestro de la Ley: quién es mi prójimo. La pregunta de Jesús es otra: quien se hizo prójimo. Por eso, los seguidores de Jesús se preguntan: ¿quién me necesita? En principio el prójimo no lo elegimos, muy a menudo se nos impone, nos lo encontramos en los múltiples caminos de la vida. Ciertamente, podemos cerrar los ojos para no verlo, pero no por eso su pobreza, su miseria, sus heridas dejarán de mirarnos.

Al empezar esta reflexión decía que toda parábola contiene un núcleo central, imperceptible a veces, que es Dios mismo y su Reino. ¿No os parece que ese Dios que sólo puede amar es el que constantemente nos ve, se compadece, se acerca, amorosamente, venda nuestras llagas, se nos carga en el hombro como el buen pastor, nos lleva, cuida de nosotros y vuelve, siempre, insistentemente, indefectiblemente, por si todavía nos conviene algo para que no nos apartemos de Él?

Abadia de MontserratDomingo XV del tiempo ordinario (10 de julio de 2022)

Domingo XIV del tiempo ordinario (3 de julio de 2022)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (3 de julio de 2022)

Isaías 66:10-14c / Gálatas 6:14-18 / Lucas 10:1-12.17-20

 

Cada domingo nos encontramos para escuchar la palabra de Dios y compartir la fe, celebrando el memorial del Señor; es decir, recordemos y revivimos la donación profunda y auténtica de Jesús hasta dar su vida. En el fondo estamos poniendo en práctica lo mismo que hacían los seguidores de Jesús en su tiempo. Escuchaban las enseñanzas de Jesús, como nosotros tenemos oportunidad de escucharlas de la voz del diácono. Aprendían y aprendemos cuáles eran los objetivos de Jesús, cuál era su enseñanza y a qué daba valor.

El relato que hoy hemos escuchado es la continuación de la narración del pasado domingo, en que oímos que el evangelio nos decía que Jesús «resolvió decididamente encaminarse a Jerusalén». Durante su camino hacia Jerusalén Jesús no dejará de enseñar y enseñarnos, pero sabemos que encaminarse a Jerusalén significa que, al final de su camino a Jerusalén, Jesús sufrirá la muerte en cruz y que los discípulos se dispersarán.

El evangelio nos dice que Jesús tuvo la iniciativa de escoger a 72 para pedirles que se adelantaran, de dos en dos, hacia cada pueblo. Cuando el evangelista ha puesto el número de 72 lo ha hecho para subrayar que fueron a todas partes y que eran muchos. ¿Qué debían hacer? Nos ha dicho: decidles: «El reino de Dios ha llegado a vosotros». Nada distinto de lo que habían visto hacer a Jesús. Seguramente nos encontramos ante la misión clave de los discípulos de Jesús. Hacer lo que hacía Jesús y como lo hacía Jesús.

El evangelista nos lo ha ido explicando, muy pedagógicamente: cuál es el núcleo de la predicación de Jesús, pero también ha añadido la actitud con la que debe hacerse. Iría muy bien que nos paráramos y nos fijáramos uno por uno en todos los detalles que especifica la narración que hemos escuchado. Seguramente que nos alargaríamos mucho, y quizás ahora no es el momento más adecuado; pero sí conviene hacer unas breves reflexiones…

Cuando acogemos el evangelio no estamos mirando unos hechos pasados, sino que, para nosotros que somos discípulos, también deben servirnos para hoy, para ahora. Porque nuestra misión como discípulos es decir a todo el mundo que el Reino de Dios está muy cerca. Por eso debemos preguntarnos si es éste, cuando nos identificamos como cristianos, el mensaje que damos. El testimonio debe ser de esperanza, y no desesperanzado por el pesimismo de una situación como la actual, llena de incertidumbre y de violencia, enterrada y explícita como la guerra de Ucrania y sus consecuencias, morales y materiales. Lo tenemos que hacer con nuestra vida y nuestra autenticidad, es decir con elementos que no distorsionen el mensaje, «No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino». Porque puede que nos paremos comentando aspectos de la vida, pero que no vamos a fondo y nos olvidemos de la necesidad de dar un mensaje alentador y comprometido.

Cuando nos dice que los envía como «corderos en medio de lobos» no nos está diciendo que la misión sea fácil; los resentimientos personales y colectivos son muy desgarradores y destructores de la propia integridad. Y Jesús nos dice que primero saludemos: «Paz a esta casa». La paz de Jesús no es ausencia de conflicto, sino que está empapada de justicia y de amor. Fijémonos en que hoy las tensiones económicas y políticas van haciendo aún mayores las diferencias entre los hombres. La paz de Jesús es la que permite quedarse en la casa donde se luche por una verdadera vida en la que se comparta «comiendo y bebiendo de lo que tengan». Compartir, ¡qué palabra más maravillosa si la practicamos! Pero la enseñanza de Jesús no se impone por la fuerza, propone, por eso no se trata de forzar, sino que pide que quede claro el mensaje, de ahí que recomiende que se proclame, en caso de no ser acogidos: «El reino de Dios. ha llegado a vosotros». Toda una forma de hacer, toda una forma de ser. Ésta es la manera de hacer y de ser de Jesús.

Debemos ser conscientes de que la última etapa de Jesús será la cruz. Seguramente para muchos, yo me incluyo, la cruz nos da miedo. Tenemos a Pablo que es un discípulo privilegiado que profundiza en su vida el significado de la cruz y con él podemos atrevernos a decir: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo». Porque sabemos que la cruz es el portal de la resurrección, del Reino de Dios. Sí, podemos terminar como ha terminado hoy San Pablo diciendo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu, hermanos. Amén»

Abadia de MontserratDomingo XIV del tiempo ordinario (3 de julio de 2022)

San Pedro y San Pablo (29 de junio de 2022)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (29 de junio de 2022)

Hechos de los Apóstoles 12:1-11 / 2 Timoteo 4:6-8.17-18 / Mateo 16:13-19

 

La solemnidad de hoy, de San Pedro y San Pablo, queridos hermanos y hermanas, como la de todas las celebraciones y memorias de santos, nos ayuda a centrarnos en dos mediaciones fundamentales entre Dios y la humanidad: el testimonio, porque estamos frente a dos grandes testigos, y la de la comunidad, la Iglesia de la cual son sus columnas. En la historia espiritual de casi cada uno, los testigos y la comunidad nos han llevado hacia la fe en Dios, al seguimiento de Jesucristo, a recibir el Espíritu Santo y las que nos permiten avanzar en ese camino de confianza.

Si hablamos de testigos, hoy vamos a los verdaderos orígenes del cristianismo. En el diálogo del Evangelio que hemos leído, el propio Jesús busca con sus preguntas provocar la reflexión y la formulación de un testimonio sobre él: ¿Quién dice la gente que soy yo? No es de extrañar que, en el aprendizaje de la fe, tantas veces, en catequesis, en grupos de jóvenes, nos hayan repetido la pregunta de Jesús: ¿quién es Jesús para ti? La pregunta hecha por sí mismo a los apóstoles, en un momento tranquilo, en la tranquilad de las fuentes del Jordán, en Cesarea de Filipo, como nos dice el evangelio de Marcos, paralelo al que hemos leído, provocó la respuesta de fe de Pedro, una de las confesiones más fundamentales del evangelio: tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo. Tú, Jesús de Nazaret, rompes la lógica de un Dios lejano, invisible, inefable y lo haces cercano. Tú te conviertes en una esperanza por una humanidad que se salva porque es visitada en su esencia por Dios y un Dios que se humilla hasta la muerte para no dejar nada sin redimir.

Un testimonio es legítimo si lo que dice es verdadero, si puede dar fe por conocimiento y experiencia propia, si el resto de su vida es coherente con lo que ha proclamado.

El apóstol Pedro cumple con creces estas tres condiciones: La primera es la verdad de todo lo que ha anunciado. Incluso Jesús le reconoce que está inspirado por el mismo Dios como nos señala el evangelio: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. San Pedro entendió que Jesús era Cristo, el Mesías y su comprensión cambió la historia, cambió la relación de los hombres y las mujeres con Dios.

La segunda condición de legitimidad de un testigo es la proximidad a la fuente. Y evidentemente también se cumple en aquél que, desde el momento de dejar las redes, siguió de cerca a Jesús y después de la Pasión, fue un testimonio de su resurrección. Imagino la vida de San Pedro hasta su martirio en el Vaticano, como una larga experiencia de comprensión que quizás nunca completó, de aquellas palabras: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo y de todas las demás que va escuchar decir a Jesús.

Y, por último, un testigo debe tener coherencia al proclamar la fe. Algunos diréis: ¿coherente san Pedro? ¿Y las negaciones? Pero ¿le tendremos en cuenta nosotros las negaciones cuando el mismo Jesús las perdonó y no dudó en hacer de él la piedra y el cimiento de su comunidad? Coherencia a pesar de alguna debilidad. Las debilidades de Pedro nos ayudan precisamente a tenerlo por testimonio de la fe y de Cristo. No es necesario ser perfecto para ser discípulo. Basta con saber pedir perdón cuando te equivocas y niegas al Señor.

¿Quién dudará de que la fe de San Pedro nos ha ayudado?

El evangelio de hoy no nos habla de ello, pero casi cada domingo y otros muchos días durante el año encontramos también el testimonio de Pablo. ¿Quién dudará de que algunas de las páginas más profundas, del testimonio más íntimo de la relación posible de una persona con Jesucristo y de su significado nos vienen de San Pablo? Un discípulo que es testigo porque quedó tocado y se dedicó con cuerpo y alma a reflexionar, a compartir, a dejarnos escrita la que personalmente me atrevo a llamar madre de toda la teología.

Pese a que podamos hablar de experiencia directa de Dios, no nos queda ninguna duda de que para insertarnos en la tradición cristiana hacían falta los santos Pedro y Pablo, y detrás de ellos, como cantamos en el Te Deum, el ejército radiante de los mártires, palabra que en griego significa testigo.

La solemnidad de hoy nos lleva naturalmente a otra mediación: la Iglesia, que es el primer fruto de la fe de los apóstoles. En la confesión de Pedro, sigue el mandamiento de Jesucristo: Sobre ti, edificaré mi Iglesia. Y el encargo más importante que el Señor le hizo fue la de confirmar en la fe a todos los que vendríamos después. Precisamente porque la fe contenida en su confesión es también el fundamento de cualquier comunidad que se reúne en torno a Jesucristo. Desde la unidad del primer grupo de seguidores de Jesús, la comunidad se ha extendido hasta cumplir el mismo mandamiento de Jesús: Id y predicad el Evangelio en todo el mundo. No podemos negar que, en estos dos mil años de historia, la comunidad cristiana, a pesar de no perder nunca la referencia a los apóstoles Pedro y Pablo, no ha logrado mantenerse formalmente unida. Sin embargo, sí me parece digno de decir que al menos la gran comunidad católica se mantiene una, siendo uno de los fenómenos más numeroso, más antiguo, más activo de toda la historia de la humanidad. San Pedro y el ministerio de sus sucesores, los obispos de Roma, los Papas, son su vínculo de comunión, y la ansiada unidad cristiana, debería tener siempre en cuenta su servicio.

Sería bueno ver a la Iglesia como la que nos ha dado la posibilidad de nuestro conocimiento de Jesucristo y la que nos ayuda a mantenernos en la fe. La que vivimos en cada eucaristía, como estamos haciendo ahora. Quizás demasiado a menudo perdamos de vista esta esencia y nos perdemos en críticas colaterales que no sé si llevan a ninguna parte. Sé que la crítica expresa a menudo amor y preocupación por la Iglesia. Procuremos que no sea otra cosa. El ejemplo y la enseñanza de San Pedro y San Pablo no fue otro que Jesucristo. Aferrémonos a Jesucristo, como el Señor que nos ama más allá de todo y nos lo demuestra constantemente como hace ahora en esta celebración, haciéndonos participar de su cuerpo y su sangre.

Abadia de MontserratSan Pedro y San Pablo (29 de junio de 2022)

Domingo XIII del tiempo ordinario (26 de junio de 2022)

Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat (26 de junio de 2022)

1 Reyes 19:16b.19-21 / Gálatas 5:1.13-18 / Lucas 9:51-62

 

Puede haber alguna persona que le parezca que hace un favor a Dios no cometiendo pecados. Les basta simplemente con ser buenas personas, pero sin interesarse por la santidad de vida. Sin embargo, el evangelio de hoy nos propone aspirar a ser aptos para el Reino de Dios. Dios, el que nos ha creado, que nos cuida y salva, espera de nosotros agradecimiento y homenaje, que podemos llevar a cabo con el trato, el seguimiento de Jesús. Pero la amistad con Jesús, nos dice el evangelio, lleva consigo unas exigencias personales.

Después de haber sido rechazado por los samaritanos de un pueblecito, Cristo sigue su camino hacia Jerusalén, durante el cual invitó a varios hombres, probablemente jóvenes, a seguirle, a la vez que les declaraba las exigencias requeridas.

Quiere el Señor que nos demos cuenta de que hemos sido comprados a gran precio, que es Dios quien se está volcando con nosotros cada vez que celebramos la Santa Misa, que recibimos la absolución, que nos ponemos ante el Sagrario, que elevamos nuestra oración a Dios por la mañana al empezar el día.

Seguir a Cristo no es un “capricho” para algunos escogidos. Es un llamamiento universal para toda la humanidad. Decía san Agustín: «Dios, que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti».

Las palabras del Evangelio de hoy nos interesan a todos porque todos hemos recibido una vocación, es decir, una llamada a conocer a Dios, a reconocerle como fuente de vida; una invitación a entrar en la intimidad divina, en el trato personal, en la oración; una llamada a hacer de Cristo el centro de la propia existencia, a seguirle, a tomar decisiones teniendo siempre presente su querer; una llamada a conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, y, por tanto, una llamada a superar de forma radical el egoísmo para vivir la fraternidad, para llevar a cabo un apostolado fecundo y hacer que conozcan a Dios; un llamamiento para entender que esto debe hacerse en la propia vida, según las condiciones en que Dios ha colocado a cada uno y según la misión que personalmente le corresponda desarrollar.

La fidelidad a la propia vocación conlleva responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de su vida. Habitualmente se trata de una fidelidad en lo pequeño de cada jornada, de amar a Dios en el trabajo, en las alegrías y penas que comporta toda existencia, de rechazar con firmeza lo que de alguna manera signifique mirar dónde no podemos encontrar a Cristo.

El Señor no es intolerante, pero sí exigente. Él conoce muy bien el corazón de los hombres y sabe lo que puede pedirnos. Él quiere generosidad, decisión, totalidad en el amor. Por eso, en el evangelio, el Señor advierte claramente a quienes llama, y ​​les da a conocer las exigencias de su seguimiento. Quien renuncia a todo, incluso a sí mismo, para seguir a Jesús, entra en una nueva dimensión de la libertad, que san Pablo define como «caminar según el Espíritu». Estas exigencias pueden parecer demasiado radicales, pero en realidad expresan la novedad y prioridad absoluta del reino de Dios, que se hace presente en la Persona misma de Jesucristo.

El Señor quiere que nos demos cuenta de la cantidad de Gracia que derrama sobre nosotros cada día para que vivamos como hijos suyos. Que Dios no nos acusa, quiere salvarnos, si nos dejamos. Pero a Dios no le gusta que le pongamos excusas para no abandonar nuestra antigua vida, como si Cristo no se hubiera encarnado.

Miremos a la Virgen; que ella, que correspondió sin reserva alguna a la llamada divina, ruegue por nosotros.

Abadia de MontserratDomingo XIII del tiempo ordinario (26 de junio de 2022)