Domingo XXXII del tiempo ordinario (6 de noviembre de 2022)

Homilía del P. Joan M Mayol, monje de Montserrat (6 de noviembre de 2022)

2 Macabeos 7:1-14 / 2 Tesalonicenses 2:16-3:5 / Lucas 20:27-38

 

Afortunadamente, al deseo vital de la sed corresponde la generosidad del agua, cuando tenemos hambre existe aquello que nos puede ser alimento, y el sueño no es un estado definitivo sino un regenerar el cuerpo para seguir adelante; al deseo de ser amados el amor fraterno o el de pareja son posibles. Todos los deseos vitales esenciales de la persona tienen una respuesta. Toda la creación, de cual forma parte, responde a una lógica benéfica gracias que hace posible la existencia de la humanidad. Con esta lógica también podemos abordar la inquietud vital del corazón humano que anhela una plenitud de vida que para nada es un absurdo. La inquietud surge siempre cuando la realidad no se puede controlar, cuando es más lo que ignoramos que lo que sabemos de lo que tenemos entre manos. Y ciertamente, de la muerte es más lo que ignoramos que lo que creemos saber.

La pregunta por la Vida no es ningún lujo, permanece en nuestro interior por encima de todas las demás. Se puede rehuir, se puede hacer de ella una caricatura y ridiculizarla como pretendían hacerlo los saduceos con aquel hipotético caso presentado a Jesús de la mujer que estuvo casada con siete varones. Pero quizás, más que dar respuestas a quien dice no tener fe es preguntarle por lo que desea.

Lo que nos toca hoy, a los cristianos que creemos como Jesús en la resurrección, es ayudar a despertar esa dormida sed por el sentido, para que una vez se despierte, aunque sea a tientas, sea capaz de llegar a saciarse en la frescura de esta fuente ansiada. Quizás sólo la poesía, como la de San Juan de la Cruz, se atreve a balbucear, sin vergüenza pero humildemente, la experiencia humana de esta sed de infinito. De noche, iremos de noche que, para encontrar la fuente, sólo la sed nos alumbra. Qué bien se yo la fuente que brota y corre, aunque es de noche. Su claridad nunca es oscurecida y sé que toda la luz de ella es venida, aunque es de noche. El Señor no nos ha enviado a convencer a nadie a la fuerza, sino a anunciar con gozo lo que hemos visto y oído para que quien lo llegue a ver y sentir descubra esta Vida, este murmullo interior al que no se sabe muy bien qué nombre ponerle. No se trata de convencer como quien vende un producto estrella, sólo la propia experiencia engendra convencimiento, por eso la experiencia de la carencia puede abrirnos a la abundancia que se esconde en ella.

La fe en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos revela el sentido de nuestra vida que, asociada a Jesucristo por el bautismo, participa ya, en esperanza, de la vida eterna que nos ha ganado la muerte y la resurrección del Señor.

La fe en la resurrección de Cristo, y la nuestra cuando llegue su hora, no comporta un despreocuparse de este mundo y de las personas sino todo lo contrario, es el estímulo más potente para vivir y persistir en la fortaleza del amor, a pesar del sufrimiento o incluso de la muerte que pueda comportar vivir el evangelio tal y como hemos visto en el relato de los siete hermanos macabeos y su madre. Ellos dieron su vida para no renegar de la Ley de Moisés en la que vivían, nosotros debemos hacerlo para mantenernos en el mandamiento nuevo de Jesús de amarnos los unos a los otros tal como Él nos ha amado. Y esto tiene muchas implicaciones éticas, sociales, políticas y económicas más cerca de los pobres y de quienes tienen autoridad moral que de quienes sólo tienen dinero o poder. Proyecto hermoso en su anunciado, pero a menudo difícil de llevar a cabo en este tiempo que vivimos marcado por la violencia, la miseria y la injusticia, que parecen ahogar la honradez, la generosidad y la bondad del ser humano.

El mensaje de Jesucristo alimenta la bondad, la generosidad y la honradez humanas. Él nos mandó celebrar el Memorial de su muerte y de su resurrección en la celebración de la eucaristía para que tuviéramos en nosotros la fuerza de su Espíritu, y lo hacemos agradecidos a su amor, fiados en su palabra, pero, a pesar de todo, lo hacemos en la oscuridad de la fe, porque sobre el altar sólo vemos un poco de pan y un poco de vino, pero al recibirlos como pan y vino consagrados tocamos esta fuente que buscamos. Vuelve a ser san Juan de Cruz, que ha llegado antes que nosotros, quien nos recuerde la experiencia:

De noche, iremos de noche a encontrar la fuente.

Esta eterna fuente está escondida en este Vivo Pan por darnos vida, aunque es de noche.

Esta viva fuente que deseo en este Pan de Vida yo la veo, aunque es de noche.

Todas las necesidades esenciales del hombre tienen una respuesta oportuna: la sed tiene la frescura del agua, el hambre tiene la fortaleza que da el alimento, el cansancio el responso reconfortante del sueño. A la necesidad espiritual, el amor de Dios ha respondido sobrepasando infinitamente todo lo que podríamos desear.

Abadia de MontserratDomingo XXXII del tiempo ordinario (6 de noviembre de 2022)

Domingo XXXII del tiempo ordinario (7 de noviembre de 2021)

Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (7 de noviembre de 2021)

1 Reyes 17:10-16 / Hebreos 9:24-28 / Marcos 12:38-44

Hoy nos han sido proclamados dos relatos relacionados con dos viudas: la de Sarepta de Sidón -que vivió siglos antes de Jesús, y la del evangelio -que era contemporánea de Jesús. Ambas eran personas que habían sido perjudicadas por la vida sin tener culpa. Eran personas desfavorecidas a pesar de no haber hecho nada malo, porque según la mentalidad de ese tiempo las viudas y los huérfanos debían vivir sólo de la caridad de los demás. Pero, a pesar de ser personas que no contaban, como Dios ama a todo el mundo, nos las pone precisamente a ellas como ejemplo de lo que puede llegar a hacer la fe y la confianza plena en Dios. La primera, pese a estar a punto de morir de hambre, no le negó al profeta el único panecillo que tenía. Confió plenamente en Dios, y esa confianza la hizo protagonista de un milagro. La segunda, parecido, fue puesta por Jesús como ejemplo de generosidad y fe ante sus discípulos: aunque quizá necesitara aquellas dos monedas que tenía las dio al tesoro, porque según le habían dicho era lo que Dios pedía. No lo pensó. Era un ejemplo que contrastaba con el de los maestros de la Ley, que decían una cosa pero hacían otra: la pobre viuda era una persona auténtica, igual por dentro que por fuera. Y esto es lo que el Señor valora. Porque el evangelio es para vivirlo con plenitud y autenticidad, no para aparentar.

Estos dos relatos y todos los demás que contienen las escrituras y que a nosotros nos son proclamados en el seno de la celebración litúrgica no son tan sólo el recuerdo de unos hechos pasados, sino que van mucho más allá: son relatos que si los interiorizamos y los hacemos nuestros, pueden transformar nuestras vidas. Todos ellos tienen un sentido más profundo y nosotros estamos llamados a averiguarlo, porque puede ser diferente para cada uno y para cada momento de la vida. Y en referencia al relato de la viuda pobre, vale la pena también notar que el evangelista no lo sitúa en un lugar cualquiera del evangelio sino en los últimos días antes de la pasión y muerte de Nuestro Señor, en la última subida de Jesús en Jerusalén. Es un momento en el que los textos resumen todo lo que Jesús había ido enseñando largamente a los discípulos, es un lugar del evangelio en el que se explican de forma sintética los ejes principales de la enseñanza de Jesús. Y por ser un relato importante, nos es una invitación a llevar su enseñanza a la práctica.

Aquellas pobres viudas, dando un pedacito de pan y echando al tesoro del templo dos monedas de las más pequeñas, no dieron sólo lo que tenían: su gesto nos dio también todo un ejemplo de vida que todavía nos es válido. Fue un gesto que nos dice cómo quiere Dios que vivamos: con fe y generosidad. Y no sólo nosotros: aquella pobre viuda que se quedaba sin nada y se confiaba plenamente de Dios, le estaba dando también un ejemplo al mismo Jesús, que lo seguiría unos días más tarde cuando se dio a sí mismo por nosotros, sin reservarse nada para él. Lo hizo generosa y gratuitamente, para que pudiéramos tener unos bienes infinitamente mayores. Aquel gesto de las viudas, además, nos enseña que aunque la vida nos haya tratado mal sin culpa, siempre podemos dar: podemos dar nuestro tiempo, nuestra confianza, nuestra escucha, nuestra sonrisa; podemos darnos a los demás de muchas formas, seamos quienes seamos, y estemos en la etapa de la vida que estemos. Un niño que juegue a “lego”, puede dar a otro esa ficha que sabe que le hace falta, aunque él la quiera. Un padre o una madre, aunque estén cansados, se levantarán a la hora de que sea de la noche para ayudar a su hijo que no puede dormir. Una familia que tenga que cuidar a un anciano se privará de hacer según qué en atención a aquellos que antes le dieron su tiempo y su amor. Un anciano, con una sola frase dicha en el momento oportuno dará toda una lección de vida. Un enfermo, puede también animar a quienes lo van a ver. Y así podríamos ir poniendo infinitos ejemplos… Porque una de las grandes enseñanzas del evangelio de hoy es que aquellos pequeños gestos que se hacen por amor, por insignificantes que sean, pueden dejar una huella imborrable en los demás. Como aquellas dos monedas de la viuda que, a pesar de tener por aquel entonces un valor ínfimo, hoy tienen para nosotros un valor incalculable porque dos mil años después todavía nos enseñan qué es lo que Dios espera de nosotros: espera que demos, con generosidad, de lo que tenemos y necesitamos, no de lo que nos sobra. Si queremos, cada día del mundo tenemos la oportunidad de hacer esta experiencia y ponerlo en práctica.

Abadia de MontserratDomingo XXXII del tiempo ordinario (7 de noviembre de 2021)