Domingo XXIII del tiempo ordinario (10 de septiembre de 2023)

Homilía del P. Lluís Planas, monje de Montserrat (10 de septiembre de 2023)

Ezequiel 33:7-9 / Romanos 13:8-10 / Mateo 18:15-20

 

P. Lluís PlanasHoy podríamos poner un gran rótulo que nos recordara, a todos los que formamos parte de la comunidad que quiere seguir a Jesús, la importancia de la corrección fraterna. Pero creo que, si nos quedamos aquí, nos quedaríamos cortos, si entendemos que se trata de corregir una falta moral, o una debilidad o fragilidad humana únicamente. Porque tanto en la lectura del profeta Ezequiel, como en el mismo evangelio, el acento a la corrección está puesta en el pecado. Así en la primera lectura ponía en la boca de Dios: «Si yo amenazo al pecador con la muerte…y no le adviertes que se aparte del camino del mal». En el evangelio nos lo decía de otro modo, pero muy parecido, ponía esta expresión en la boca de Jesús: «Si tu hermano peca, ve a encontrarlo…» Es necesario pues darse cuenta de qué debemos entender por pecado… En la tradición bíblica pecar es apartarse de Dios. Toda comunidad que se confiesa cristiana, su objetivo es mirar en dirección hacia Dios. Desviarse de este horizonte es entrar en el camino donde no está Dios, es decir, como el propio evangelio nos recordaba, propio de paganos, hoy quizás podemos decir aquellos que buscan espiritualidades alternativas a lo que nosotros llamamos Dios y sobre todo Jesucristo; o de publicanos, aquellos que más bien están obsesionados por dinero por encima de todo.

Jesús ha recordado, «Si tu hermano peca, ve a encontrarlo». El hermano que peca, es hermano de todos los que formamos la comunidad. Por tanto, es la responsabilidad es de todos. Probablemente podemos tener la tendencia de pensar que esto es la responsabilidad de unos pocos. Pero Jesús ha ido implicando progresivamente, si no existe una respuesta adecuada, primero uno o dos más, después toda la comunidad reunida. Quisiera subrayar esto: la comunidad debe reunirse junta. Al fin y al cabo, la responsabilidad de la posible existencia del pecado en el seno de la comunidad, en el seno de la Iglesia, es de todos.

El fragmento de la carta a los romanos nos ha explicado cómo debe ser el encuentro con el pecador. «La única deuda vuestra debe ser la de amarle». Ha puesto un ejemplo de lo que implica amar. Fijémonos con los ejemplos que ha puesto: «no cometer adulterio, no matar, no robar, no desear lo otro» en el fondo es el respeto profundo a la integridad del otro. No le quites lo suyo, lo que tiene. Puede ocurrir, y ocurre demasiado a menudo, que, en la iglesia, está el dedo que señala severamente, el pecador, humillándolo. Yo creo que cuando se hace así no hay amor, respeto. Si se lleva al corazón, se vive intensamente el principio: «ama a los demás como a ti mismo» como nos ha recordado la epístola, probablemente, nos fijaríamos mejor cuáles son los sentimientos que tienes cuando te acercas al que te ha hecho daño. Si nos dejamos dominar por los sentimientos como la ira, el desprecio, la descalificación totalizante, en la mirada al pecador no estará la profundidad de la mirada de Jesús. A ninguno de nosotros nos gusta tener la sensación de que te miran con estos sentimientos negativos. Y nos sentimos aliviados con la mirada de Jesús.

La mirada hacia Dios que debe tener toda comunidad, y como la que ahora estamos reunidos celebrando el don del amor de Dios, tiene una fuerza tan grande, que podemos sentir en nuestro interior cómo se hace verdad las últimas palabras del evangelio de hoy: «donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos» Sí, todos y cada uno de nosotros que estamos ahora aquí, y también quienes también nos siguen por televisión y por la radio. Todos, todos, dejémonos coger por estas palabras de Jesús: yo estoy aquí en medio. 

Abadia de MontserratDomingo XXIII del tiempo ordinario (10 de septiembre de 2023)

Domingo XXIII del tiempo ordinario (5 de septiembre de 2021)

Homilía del P. Bernat Juliol, monje de Montserrat (29 de agosto de 2021)

Isaías 35:4-7 / Santiago 2:1-5 / Marcos 7:31-37

 

Queridos hermanos y hermanas en la fe:

Según los relatos bíblicos, al inicio de los tiempos, cuando Dios creó el cielo y la tierra, un buen día, el Señor se agachó, cogió polvo y formó al hombre y la mujer. Así fue dando forma a su creación más preciada. Con sus manos divinas hizo las orejas y les dio el sentido del oído, hizo la lengua y le dio la capacidad de hablar. Finalmente, hizo descender sobre ellos el aliento de vida y les mandó que fueran fecundos y se multiplicaran, que llenaran la tierra y la dominaran.

Así «Dios creó al hombre a su imagen, lo creó a imagen de Dios, creó al hombre y la mujer» (Gn 1, 28). También en nosotros, como descendientes y herederos de Adán y Eva, hay inscrita en nuestro corazón la imagen y semejanza de Dios. Nuestra existencia no es fruto de la casualidad o del azar. Nuestra existencia es fruto del amor y de la voluntad de Dios. Y todos llevamos dentro esa chispa de la divinidad que nos hace hijos de Dios y nos llama a compartir en plenitud la vida divina.

Esta imagen divina que llevamos en nuestro corazón se convierte en aquel icono que hace presente a Dios en medio del mundo. Es aquel icono que nos abre a la trascendencia y nos dice que la humanidad siempre necesita y necesitará de Dios. Y precisamente por este motivo, el icono de Dios a menudo es rechazado. La humanidad está obcecada en construir un mundo sin Dios. Pasa entonces, lo mismo que pasó en el Gólgota: cuando Cristo murió en la cruz, el velo del templo se rasgó. Ahora también: cuando eliminamos a Cristo de nuestra vida, su imagen queda rasgada.

Vivimos en una sociedad que podríamos llamar neoiconoclasta. Nos da miedo abrirnos a la trascendencia y nos da miedo abrirnos a Dios. Por eso, la mejor manera de rechazarlo es eliminar los iconos que lo hacen presente en medio del mundo. Y el gran icono de Cristo que es su Iglesia, a menudo rechazada, debe gritar desde su corazón: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he entristecido? ¡Respóndeme! ».

Sustituimos el icono por el ídolo. Si el icono es la imagen que nos lleva hacia la trascendencia y hacia Dios, el ídolo es aquella imagen falsa que nos refleja a nosotros mismos y nuestro pecado. En vez de mirar hacia Dios, miramos hacia nosotros. Y es entonces cuando la vida deja de tener sentido y perdemos el fundamento de nuestra existencia. Nos construimos nuestros propios dioses, hechos a nuestra propia imagen y semejanza. Unos manantiales que tienen boca pero no hablan, oídos que no oyen. Y nosotros, lejos de Dios, corremos el riesgo de convertirse en sordos y mudos ante la fe.

Pero como decía el profeta Isaías en la primera lectura: «Decid a los inquietos: «Sed fuertes, no temáis». Es Dios mismo que nos viene a salvar. Cristo viene a devolvernos la imagen y semejanza que había quedado oscurecida. Al igual que al inicio de los tiempos, Dios se inclinó y creó al hombre y la mujer, ahora, como hemos visto en el Evangelio, Cristo se agacha de nuevo y con el mismo polvo de los inicios restaura la imagen divina que se había rasgado.

Todos nosotros somos aquel sordo que casi no sabía hablar y que Cristo se encontró por el camino. Todos nosotros necesitamos que Cristo nos toque de nuevo y nos devuelva el oído y el habla para oír y proclamar la Palabra de Dios. Sólo Cristo puede hacerlo, él que es la verdadera imagen del Padre y ya estaba presente cuando Dios creó el mundo. Sólo Cristo puede salvarnos.

 

 

Abadia de MontserratDomingo XXIII del tiempo ordinario (5 de septiembre de 2021)