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Domingo de Ramos (5 abril 2020)

Homilia del Domingo de Ramos predicada por el P. Abad Josep M. Soler en la Basílica de Montserrat el 5 de abril de 2020

Isaias 50:4-7  –  Filipenses 2:6-11  –  Mateo  26:14-27.66

 

Queridos hermanos y hermanas: los pocos que estáis en esta basílica de la Virgen y los miles que nos seguís por medio de la radio y de la televisión:

El espíritu es decidido, pero la carne es débil, hemos oído que decía Jesús a Pedro en el huerto de Getsemaní. En otras palabras: el espíritu del ser humano está dispuesto, pero la carne es débil. El espíritu aquí significa la dimensión espiritual que Dios ha dado al ser humano y que lo orienta hacia el bien. Y la carne es la condición terrenal y frágil del ser humano, sometida al poder del mal y del pecado. Todos nos encontramos desgarrados entre estos dos elementos, entre el espíritu y la carne.

Jesús ha experimentado, también, esta fragilidad. Se ha adentrado hasta el fondo de la condición humana y ha vivido la debilidad y la angustia, tal como hemos oído en el relato de la pasión. En el momento de afrontar la pasión dice: siento una tristeza en el alma como para morirme y ora triste y abatido. Y la cruz grita con fuerza: “Eli, Eli, ¿lamá sabaktaní ?, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Con su cruz ha bajado a las profundidades del infierno humano, para liberarnos, para salvarnos.

Vivimos un tiempo de perplejidad, de fragilidad, de indefensión, de miedo, de angustia, ante la pandemia del Covid-19. Quizás habíamos olvidado que son vulnerables, aunque la vulnerabilidad es inherente al ser humano, como lo son el dolor y la muerte. O por lo menos, habíamos procurado no pensar en la vulnerabilidad ni en la muerte, buscando las distracciones y las evasiones que nos ofrecía la sociedad del bienestar. Pensábamos que el modelo de vida que nos proponían nos llevaría a la felicidad. Y, en cambio…

Estos días, ha habido y hay tanto sufrimiento, en los enfermos y en sus familiares, en el personal sanitario. Ha habido y hay personas que han muerto, y mueren, solas en las UCIS de los hospitales, o en las camas de los geriátricos, sin poder tener el calor de ninguna persona amada, mientras sus familiares estaban confinados en casa con la angustia de no poder asistir a los moribundos ni poderlos despedir.

Ante esta situación, hay quien se preguntó: ¿tiene sentido la existencia? Jesús con su pasión y su cruz nos enseña que sí, porque el término no es el sufrimiento y la muerte, sino la vida, la vida para siempre de la que él nos ha abierto las puertas con su pasión y su cruz.

Y, también, una vez más, muchos han podido pensar a propósito de la epidemia: ¿dónde está Dios? Y la respuesta es la misma desde el primer viernes santo: Dios en Jesucristo ha asumido todo el sufrimiento físico y psíquico de la humanidad, también el que estamos viviendo con la pandemia. Su pasión y sus llagas de crucificado nos abren un horizonte nuevo; el sufrimiento y la muerte no son la última palabra. Jesús con su cruz abre un camino de vida que enjuga las lágrimas de los ojos porque el sufrimiento y la muerte dejarán de existir (cf. Ap 21, 4). A la luz de la pasión, vemos que Dios está presente en las víctimas de la enfermedad, en los enfermos y en los que sufren por la situación de las personas queridas. Dios, dándoles vigor, está junto a los médicos y los sanitarios, con todos los que rezan y trabajan para ayudar a los demás. Está junto a quienes, arriesgando la propia salud, viven con solidaridad esta etapa difícil. Está junto a tanta gente que sufre por tantas situaciones. Con su cruz hace un juicio contra los que no aman a los que sufren y los que buscan aprovecharse de estas situaciones para obtener ganancias.

Jesús, con sus llagas gloriosas, abre un horizonte de vida más allá de la muerte, de sentido de la existencia humana a pesar del mal. Esto nos infunde esperanza y nos pide ser testigos. Sólo desde Jesús crucificado se puede intuir algo del misterio del sufrimiento, con toda su gravedad y con toda su densidad salvadora. Jesús vive la solidaridad con el dolor humano y con la muerte de

cada persona. Una solidaridad para liberar. Los cristianos también debemos vivir, esta solidaridad, a favor de nuestros contemporáneos. Ahora particularmente, hacia los afectados por la epidemia y sus familiares, con las personas que los atienden y las que hacen funcionar los servicios esenciales, y también hacia otros colectivos que sufren: los que están en prisión con el riesgo de contagio que hay, tal como advirtió el Papa y la comisión para los derechos humanos de la ONU; quienes se han quedado sin trabajo y no tienen dinero suficiente para subsistir ellos y sus familias, quienes se encuentran en los campos de refugiados sin esperanza y son expuestos al contagio, etc.

El espíritu es decidido, pero la carne es débil. Débiles como somos, pequeños como nos sentimos ante un virus microscópico que nos acosa, nos disponemos a celebrar la eucaristía y a recibir el fruto. La comunidad de monjes participando del sacramento y quienes, debido a la situación de confinamiento no puede recibirlo, haciendo la comunión espiritual.

Estos días, como comunidad, os llevamos a todos en el corazón, con nuestra oración nos sentimos solidarios con vosotros y unidos espiritualmente a todos. Rogamos por el final de la epidemia, por el alivio de los enfermos, por la recuperación de los cuidadores, el reposo eterno de los difuntos y por el consuelo de los que los lloran. Y mientras llega el día que todos podremos participar del sacramento eucarístico, seguimos unidos en torno a Jesucristo resucitado en el amor fraterno y en la esperanza.

Última actualització: 17 abril 2020