Hoy, hermanos y hermanas, llega a su plenitud la Pascua de Jesucristo. Una vez él ha sido glorificado, envía, tal como había prometido, el Espíritu Santo. Y lo envía no sólo a los apóstoles, sino que lo hemos recibido cada uno de los bautizados, y hoy pedimos que este don nos sea renovado con profusión, tanto en la persona de cada bautizado como para toda la Iglesia, para que renovados interiormente podamos dar vida a nuestro mundo y hacerlo más parecido al que Dios había pensado al crearlo. Por eso Jesús comunicaba el Espíritu a los discípulos para que fueran testigos de él ejerciendo el ministerio del perdón y siendo portadores de paz. Un perdón y una paz que tenemos que ofrecer todos los cristianos.
Esta nuevo Pentecostés que hoy pedimos, debe empezar por cada uno de nosotros. Por nuestra apertura al don del Espíritu, por nuestra disponibilidad a vivir llevados por el Espíritu, que rejuvenece constantemente la Iglesia. Esto pide que hagamos nuestra la enseñanza de San Pablo, que hemos escuchado en la segunda lectura. El Apóstol nos ponía en guardia para que no nos repleguemos sobre nosotros mismos y nuestros pecados ni nos dejamos llevar por las miras naturales, que él llama “la carne”. Sino que, por el contrario, nos exhortaba a dejarnos llevar por la fuerza de la vida nueva que proviene del Espíritu. Este Espíritu que nos ha sido dado por Jesucristo resucitado para que también nosotros vivamos el dinamismo de su vida de resucitado. A pesar de ser mortales, poseemos por la fe y el bautismo, la vida de hijos de Dios. Y el mismo poder divino que ha resucitado a Cristo (Rom 1, 4) actúa en nosotros para hacernos semejantes a él hasta el momento que nos será concedido resucitar en la gloria del Padre.
La vida según el Espíritu es una vida de libertad, no de esclavitud. Es una vida filial que aleja el temor y crea en nosotros una confianza plena en el Padre. Desde el momento que nos hace experimentar con alegría la filiación divina y suscita en el interior del creyente la invocación ¡Abba, Padre!, que, unido a los otros hermanos, nos lleva a decir: Padre nuestro, que estás en el cielo… Esta vida filial no excluye la dificultad, ni la incomprensión, ni los sufrimientos, pero ayuda a vivirlos de otra manera, en unión con Jesucristo, como camino de identificación con él, como camino de plenitud, de alegría, como camino de Pascua.
Es atrayente y estimulante el itinerario cristiano de vivir en la docilidad al Espíritu. Todos los bautizados, todos los que hemos recibido el don del Espíritu por la confirmación, estamos llamados a vivirlo, a dejar que transforme nuestra vida y la haga fecunda en frutos.
La profesión solemne de nuestro G. Pau Valls y Gonzàlvez, de la que ahora seremos testigos, nos lleva a fijarnos de una manera particular en la vocación monástica, que es una vocación concreta, en la variedad de vocaciones que el Espíritu Santo suscita en la Iglesia. La vida del monje está llamada a ser, en el surco de toda vida cristiana, una vida de una docilidad particular al Espíritu. Se inicia descubriendo el amor de Dios Padre, sabiéndose amado infinitamente por él, también con todo el bagaje de la propia vida. Entonces se encuentra el camino de la felicidad auténtica que es, como dice San Pablo, el de dejarse llevar por el Espíritu Santo. Más aún, el de dejar que el Espíritu vaya reproduciendo en nosotros mismos la imagen de Jesucristo, aquel que es la alegría del Padre (Mt 17, 5) y la de todos los que creen en él.
El G. Pau lo ha experimentado sobre todo desde que, como el Apóstol, Dios se dignó revelarle su Hijo, Jesucristo (cf. Gal 1, 16). Había dejado la fe que había recibido en la familia y en la escuela marista. Buscaba la felicidad, tenía prácticamente todo lo que quería, pero no era feliz. Comenzó a encontrar la felicidad que le llenaba, a lo largo de un itinerario de conversión, de acoger cada vez más la persona de Jesucristo. Y este itinerario fue desembocando en la vida monástica. Hoy culmina la etapa de iniciación. Pero el trabajo espiritual, y hasta el combate, para convertirse interiormente en monje continúan. El compromiso que había vivido a nivel social, cultural y político, ahora se ha transformado en vivir con radicalidad el seguimiento de Jesucristo y en la entrega de la propia vida a los demás en la misión que Montserrat tiene al servicio de la Iglesia y del País.
Acompañémosle con nuestra oración para que el Espíritu Santo ahora lo consagre como monje en una vida dada por amor a Jesucristo en la comunión fraterna de nuestra comunidad monástica y a tanta gente que acude a Montserrat. Que le sea concedido guardar siempre el valioso tesoro de la fe, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros (2 Tim 1, 14).
Última actualització: 11 febrero 2020