Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat
Hechos de los Apóstoles 10:34.37-43 – 1 Corintios 5:6-8 – Juan 20:1-9
Estos días, en los hospitales y las residencias de ancianos, hay una lucha feroz entre la vida y la muerte. En un momento determinado de la historia, hubo otra lucha terriblemente encarnizada y cuando parecía que la Muerte ganaba definitivamente y para siempre, la Vida la venció y le destruyó el poder de hacer volver las personas humanas a la nada; porque la muerte es disolución, paso hacia la nada. Lo hemos cantado hace un momento en la secuencia de pascua: ” mors et vita duello conflixere mirando”, decíamos los monjes; es decir: “la Muerte y la Vida se han enfrentado en un duelo admirable”. Y el canto continuaba: “El Amo de la vida, que fue muerto, ahora, viviente, reina” (Secuencia “Victimae paschali laudes”).
Lo hemos contemplado estos días del triduo pascual. Jesús, corporalmente y psíquicamente agotado hasta el extremo por los sufrimientos de la pasión, fue crucificado y murió ajusticiado en el más terrible de los suplicios. Todo parecía acabado, era la desautorización de sus palabras de vida; parecía la derrota final. El sepulcro había cerrado las esperanzas en un mundo nuevo que la predicación de aquel rabino galileo había suscitado. Pero no fue así. Jesús ha resucitado de entre los muertos, tal como nos ha anunciado el evangelio. El mayor fracaso ha está la mayor victoria. El que yacía en el sueño de la muerte, ahora vive para siempre. La sorpresa, la alegría y cierta incredulidad explican las carreras que el evangelista nos ha descrito de María Magdalena, de Pedro y de Juan. Sin embargo, para comprender el signo del sepulcro vacío y de los lienzos de amortajar aplanados sin el cuerpo, era necesario el amor intuitivo del discípulo que Jesús amaba. Por eso, cuando éste entra en el sepulcro ve y cree. Comprende el signo y en la fe reconoce la resurrección de Jesús. A medida que avance ese día luminoso, María Magdalena, Pedro y los otros discípulos verán al Señor resucitado.
Del triunfo de la Vida sobre la Muerte, los apóstoles son garantía. Son los únicos testigos auténticos sobre los que se fundamenta la fe de la Iglesia. Ellos, como decía Pedro en la primera lectura, son unos testigos escogidos que comieron y bebieron con él después de que él hubiera resucitado de entre los muertos. Nuestra existencia de cristianos se desarrolla entro este evento fundamental y el retorno glorioso del Señor al final de la historia cuando vendrá para hacer justicia, para juzgar entre el bien y el mal de la humanidad, para restablecer las cosas según su plan de amor y de salvación. En este tiempo que va desde de la pascua a la restauración final, los cristianos nos basamos en el testimonio de aquellos hombres y mujeres que vieron y creyeron. Y en la fe y el amor descubrimos la presencia del Resucitado en nuestra vida y en la historia humana, cuando la celebramos en los sacramentos, cuando escuchamos la palabra del Evangelio y cuando nos damos a la oración personal. Y entrar en contacto íntimo con él, el Resucitado, nutre nuestra existencia y nos hace descubrir su presencia en cada hermano, en cada persona del mundo. Todos los pequeños, todos los excluidos, todos los hombres y mujeres sin rostro verán en él la luz y serán saciados.
En nuestro proceso de conversión y de renovación constante, en nuestro proceso de crecimiento en la vida evangélica, nos vamos transformando por el poder de la resurrección. Y el Espíritu que Jesús nos dejó como fruto de su pascua nos hace testigos ante los demás del Señor resucitado. Por eso san Pablo en la segunda lectura, pedía coherencia cuando decía que la conducta de los bautizados debe corresponder a la vida nueva que nos ofrece Jesucristo en el momento de comenzar a participar de su resurrección por el sacramento del bautismo, que es el sacramento
primordial de la misericordia de Dios para con nosotros. Esta participación requiere una renovación constante de nuestra vida con una donación lo más perfecta posible a Dios y un amor fraternal auténtico.
“La Muerte y la Vida se han enfrentado en un duelo admirable. El Amo de la vida, que fue muerto, ahora, viviente, reina”. Él ha vencido radicalmente la fuerza del Mal y la Muerte. Pero su victoria no será plena hasta el final de la historia. Mientras, nos ha confiado a nosotros, los cristianos, la tarea de luchar contra toda forma de mal, de trabajar por la salud y el bienestar de las personas y de anunciar que la muerte corporal es sólo un paso hacia una vida nueva y plena, hacia la participación para siempre de la victoria pascual de Jesucristo.
Por ello, gracias a la muerte y la resurrección de Jesús, el Señor, a pesar del momento presente tan difícil que vivimos, a pesar tanto mal como hay en el mundo, podemos afirmar que hay lugar para la esperanza. Que la palabra evangélica de Jesús enseña a amar auténticamente y por eso es portadora de felicidad y creadora de fraternidad. Tras la lucha encarnizada entre la Vida y la Muerte en la persona de Jesús, podemos repetir con San Pablo: Oh muerte, ¿dónde es tu victoria? ¿Dónde está ahora, oh muerte, tu fuerza? Porque sabemos que, por medio de Jesucristo, nuestro cuerpo corruptible se revestirá de incorruptibilidad, que nuestro cuerpo mortal se revestirá de inmortalidad (cf. 1C 15, 54-57). Hay lugar para la esperanza porque sabemos que el amor es más fuerte que la muerte desde el momento que el amor sin límites de Jesucristo le ha dado la victoria sobre la muerte. Porque sabemos que el camino que realmente construye no es el de la guerra y la confrontación, el de la agresión y la ruptura que son caminos de muerte, sino el camino del amor que deviene diálogo, comprensión, servicio. Estos días, viendo la generosidad y la abnegación de tanta gente, médicos, enfermeros y enfermeras, voluntarios, responsables de abastecer los productos necesarios, agentes del orden, etc., hemos tenido una muestra de la fuerza vivificante de la pascua de Jesucristo. Él actuaba en ellos y por medio de ellos.
“El Amo de la vida, que fue muerto, ahora, viviente, reina”. ¡Celebremos, pues, en el Señor la fiesta gozosa de pascua! (Cf. 1C 5, 8).
Última actualització: 23 abril 2020