El texto del segundo libro de Samuel nos habla de David, símbolo, para el pueblo de Israel, de la protección de Dios, que quiere construir un signo visible de la presencia de Dios: el templo. Pero la reflexión recibe David, a través del profeta Natán, le hace ver que es Dios mismo el que, por sus acciones maravillosas, hará posible que el signo de su presencia se concrete en la descendencia; le dijo: «cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Yo seré para él un padre y el será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará por siempre». En el Emmanuel nosotros vemos concretada la promesa de Dios a David; efectivamente lo reconocemos como hijo de David, confirmando así lo que le decía Natán.
Señor, qué maravilla, el signo de tu presencia en medio de los hombres es haciéndote hombre, y así en el corazón del hombre llevamos tu presencia.