Hoy vemos a un poderoso, que lo era tanto, que invitó «a mil de sus nobles». Ebrio de su gloria, desprecia los signos de la fe, los banaliza, como son los «vasos de oro y plata que su padre, Nabucodonosor había cogido en el templo de Jerusalén, para que bebieran en ellos el rey junto con sus nobles, sus mujeres y sus concubinas», en una comida frívola e idolátrica. Pero él, que se creía tan poderoso, no es capaz de dominar su propia vida, su propio destino; y debe ser Daniel quien se lo diga. Por más importantes que seamos, siempre estamos en las manos de Dios que es el verdadero Señor de la historia. Cuando yo decido sobre mi vida o la vida de los demás, ¿tengo presente que sólo Dios es el que verdaderamente decide?