Hoy, día 13 de noviembre, celebramos la festividad de los santos Eugenio y Leandro, obispos y padres de la Iglesia hispánica, y la de San Diego de Alcalá, religioso.
San Eugenio de Toledo, obispo
Eugenio, cuyo nombre significa “bien nacido”, fue monje en Zaragoza, donde colaboró con el santo obispo Braulio, hasta que en el año 646 fue elegido arzobispo de Toledo, cargo que aceptó a contracorriente. Presidió cuatro concilios, promovió la liturgia, escribió poemas, himnos y un tratado sobre la Trinidad. Descansa en Cristo desde el año 657.
San Leandro de Sevilla, obispo
Nació en Cartagena hacia el año 540. Era hermano de San Isidoro, a quien precedió en la sede episcopal de Sevilla (584-601). Promotor de la conversión de Hermenegildo, tuvo que exiliarse en Constantinopla, donde entabló amistad con el futuro papa Gregorio Magno. Su gran preocupación fue la conversión al catolicismo de los visigodos arrianos, lo que consiguió con la conversión del rey Recaredo, junto con su corte y su clero, proclamada oficialmente en el Concilio de Toledo del año 589. Fomentó el renacimiento de la vida cristiana en la Península. Escribió una regla para vírgenes y es autor de escritos pastorales y litúrgicos. Murió hacia el año 600.
San Diego de Alcalá, religioso
Nació en San Nicolás del Puerto, Sevilla, hacia el año 1400, hijo de una familia humilde. El joven Diego sintió muy pronto la llamada religiosa y se retiró a vivir como ermitaño. Más tarde ingresó en la orden de los franciscanos de la estricta observancia, como hermano lego, en el convento de Córdoba. Durante los años que pasó allí, destacó por su bondad, sencillez y generosidad.
La leyenda cuenta que, estando destinado en Sevilla, mientras paseaba con otro hermano, oyó los gritos de una panadera que pedía auxilio porque su hijo se había escondido en el horno y, al encenderlo, había quedado atrapado. Fray Diego increpó al fuego y ordenó que el niño saliera, y así lo hizo, sano y salvo. En 1441 fue enviado como misionero a las Islas Canarias, concretamente a la comunidad de la isla de Lanzarote y posteriormente a Fuerteventura, con el fin de evangelizar a los guanches. Se dice que un día le ofrecieron unos dátiles y, al morder uno, se rompió un diente; deseoso de que nadie más se hiciera daño, oró a Dios, y desde entonces aquella palmera dio dátiles sin hueso.
Más tarde residió en el convento de Aracoeli, en Roma. En 1456 ingresó en el convento de Santa María de Jesús, en Alcalá de Henares, donde ejerció un gran espíritu de servicio. Atendía a los pobres que acudían a la portería y, a menudo, tomaba del refectorio las raciones de pan destinadas a los frailes. En una ocasión, el guardián lo sorprendió y le preguntó: “Fray Diego, ¿qué es ese bulto de pliegues que llevas tan oculto?”. Sonrojado, respondió: “Mire, llevo flores”. Y al abrir el pliegue, el guardián pudo contemplar rosas en una época en que no era posible. Murió en Alcalá en el año 1463 y fue canonizado en 1588.

