Homilía del P. Joan M Mayol, monje de Montserrat (22 de diciembre de 2024)
Miqueas 5:1-4a / Hebreos 10:5-10 / Lucas 1:39-45
Todos los textos de la liturgia de estos días próximos a Navidad nos hacen percibir diferentes aspectos de la identidad de aquél del cual esperamos con fe y devoción su nacimiento.
El profeta Miqueas, en la primera lectura, hablándonos del Mesías, nos dice que distinto es de lo que las perspectivas puramente humanas imaginaban. El Mesías se presentará -dice- para hacer de pastor con la majestad de su Dios. Es una de las imágenes más bellas que mejor definen la actitud de Jesús que encontraremos en los relatos evangélicos. Se presentará para hacer de pastor con la majestad de su Dios, con la gloria del nombre del Señor.
Con la Majestad de su Dios, porque la vida de Jesús, toda ella sujeta amorosamente a la voluntad del Padre, superará en grandeza y autoridad a todos los patriarcas y profetas; con la gloria del nombre de Señor, porque Él lleva a la humanidad la Vida que ésta había perdido a causa del pecado. Jesus, con su muerte y resurrección, rasgará el velo del pecado que privaba al mundo de la claridad de la mirada de Dios, claridad más viva y más bella que todas las luces y las canciones de Navidad que podamos imaginar, claridad que nos posibilita ver y vivir la belleza salvadora y la bondad redentora que hay en todas las circunstancias de nuestra vida a pesar de la nubosa de pecado que demasiado a menudo las rodea. El salmo responsorial respondiendo a la profecía de Miqueas, nos invita a seguir repitiendo sin cansarnos: Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
El salmista añora profundamente el tiempo de paz en que Dios era la alegría del pueblo porque vivía feliz en comunión con Él y con los hermanos observando por amor la Ley del Señor. Nosotros añoramos el estado de gracia de nuestros primeros padres cuando disfrutaban de la visión de Dios metafóricamente expresada en aquel pasear con Él en el jardín al aire fresco de la tarde, tal y como se puede leer en el libro del Génesis. El exilio del pueblo de Israel a Babilonia, que está detrás de este salmo, fue la consecuencia del abandono de la Alianza; lección amarga, pero necesaria para poder rehacer la vida a partir del deseo que surge de la añoranza del don perdido de esa amistad con Dios. La inestabilidad continua y el conflicto permanente entre nosotros es consecuencia del pecado de prescindir de Dios. Y sin Dios la paz no es posible, hay demasiado orgullo humano en medio de nuestras relaciones. Sin la humildad de Dios, que se hizo hombre por nosotros, la paz será siempre una quimera. La paz, pero también es a la vez un deseo ardiente que nos quema y que es de algún modo el punto de esperanza de que no hay nada perdido aún del todo. La paz de Dios que volveremos a oir anunciada por los ángeles en Nochebuena es un don que hay que cuidar cada día y que necesita ser acogido con fe viva y confiada.
El conflicto interior global que aleja a este mundo de la paz no tiene una solución ni rápida ni fácil. El verdadero bienestar de los pueblos no se alcanza de hoy para mañana, el camino es más largo. Los conflictos, las desigualdades y las guerras las hacemos los
mayores, pero el problema empieza ya desde niños. Es necesario educar y cuidar mejor todas las dimensiones de la persona, alimentar la vida interior, vivir con mayor lucidez y sentido. En este contexto, conocer la sabiduría del evangelio como propuesta de vida y de sentido no es superfluo. También hoy podríamos decir a quien mira por primera vez las páginas del evangelio: Feliz tú si crees: no tienes nada bueno que perder y tienes mucho bueno en ganar.
El episodio de la Visitación que hemos proclamado en el evangelio nos enseña, ante la venida del Señor, cómo vivir el don de la fe que hemos recibido. María y Isabel nos dicen, gritando con todas las fuerzas, que Vivir es mucho más que cubrir las necesidades vitales, que comprar y atesorar, que disfrutar o sufrir, es exultar de gozo por la vida que llevamos en nuestras extrañas como creyentes y compartir con los hermanos esta Vida, haciendo que su alegría salvadora impregne todo lo que hacemos. No se trata de hacer grandes cosas, quizá sencillamente, sin dejar de cuidar de nosotros mismos, se trata de no ignorar a quienes tenemos más cerca, de ofrecer nuestra amistad a aquel que vemos hundido en la soledad y la desconfianza, de estar cerca de aquel joven que no sabe qué hacer con su vida o que siente una llamada interior que hay que discernir, quizás habrá que tener un poco más de paciencia con aquellos ancianos que buscan sólo ser escuchados por alguien, de estar al lado de aquellos padres que pasan dificultades, de interesarse por quienes están en la prisión, de no encogerse de hombros ante los sin techo, de saber llamar a aquel que cree que nadie le tiene presente, de saber acompañar al enfermo que sufre con la incertidumbre de su enfermedad, de procurar alegrar el corazón de aquel niño solitario marcado por los conflictos familiares o tal vez seguir acompañando a quienes han sufrido una pérdida cuando ya todo el mundo a su alrededor hace su camino. Éstas pueden ser, entre otras muchas iniciativas que cada uno puede hacer suyas, formas de ser portadores, como María, de esa paz de Dios que nosotros también hemos recibido generosamente en Cristo.
Última actualització: 23 diciembre 2024