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Domingo XX del tiempo ordinario (18 agosto 2024)

Homilía del P. Lluís planas, monje de Montserrat (18 de agosto de 2024)

Proverbios 9:1-6 / Efesios 5:15-20 / Juan 6:51-58

 

El pasado domingo la lectura del evangelio nos hacía una pregunta fundamental: ¿quién es Jesús? La respuesta debía ser personal, porque pedía que cada uno hiciera la experiencia de ver y creer en Él, de esta manera nos permitía descubrir el significado de Jesús en nuestra vida. Descubrir, desde el corazón, que Dios se ha hecho uno como nosotros. Y es con Jesús que nosotros podemos ver a Dios, ese Dios que, encarnándose en Jesús, viene para darnos vida, la vida eterna.

Hoy el evangelista San Juan nos propone ir más adentro, porque se trata de que, desde la fe, nos damos cuenta de que el mismo Jesús es nuestro alimento, y por tanto es la fuerza que nos permitirá ir a fondo en el camino de fe que cada uno debe hacer. Para explicitarlo mejor: hemos oído que Jesús nos decía: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo» No se trata de un pan corriente, como el que habitualmente podemos encontrar en la mesa de nuestra casa, sino que nos ha dicho que este pan está vivo, es decir, que transmite vida, y ha continuado: «Quien come ese pan vivirá para siempre» Quien hace suyo, quien interioriza la vida de Jesús, vivirá para siempre. Creer significa que se está convencido de que la vida no termina en la muerte, sino que la fe le hace entender que, en Dios, la vida es eterna.

Sin embargo en el evangelio de hoy hay alguna expresión que nos puede sorprender, como cuando dice: «el pan que yo voy a dar es mi carne, para que dé vida al mundo»; si detrás de esta afirmación nosotros sabemos entender que no nos habla de la materialidad de la carne, sino del significado de la carne, más fácilmente podremos comprender que lo que nos dice es que el alimento, para poder avanzar en el camino de nuestra fe, consiste en empaparnos de su experiencia de vida, porque ha venido precisamente para dar vida a este mundo. Y si existe un lugar privilegiado para acoger el don de Dios, en el que todos podemos nutrirnos de su vida, es la Eucaristía; porque en su mesa escuchamos y acogemos su Palabra, y después pasamos al sacramento. Comemos a Cristo Palabra y así nos preparamos para comer a Cristo, Pan y Vino. En el corazón de esta misma Eucaristía todos los sacerdotes consagraremos, bajo el signo del pan y del vino, recordando la voluntad de Jesús y diremos: “Tomen y coman todos, que esto es mi cuerpo, entregado por vosotros” y la misma idea la repetiremos cuando diremos: “Tomen y beban todos, que éste es el cáliz de mi sangre, la sangre de la alianza nueva y eterna, derramada por vosotros y por todos los hombres, en remisión de los pecados” La remisión de los pecados nos abre las puertas de la salvación, de la vida. Repetiremos en el fondo lo que hemos oído en el evangelio: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día».

Por eso es tan importante que los creyentes participemos en la Eucaristía, porque no se trata de recordar unos hechos pasados, sino que hoy, hacemos presente, la experiencia de la vida de Jesús. Alimentarnos de su experiencia de vida, en torno a la mesa de la Eucaristía, es profundizar nuestra realidad cristiana. Es entrar en el sacramento, en el misterio de Jesús; es identificarnos con Jesús. «Quien come mi carne y bebe mi sangre, está en mí y yo en él». Si nos fijamos bien, esto sólo puede decirse desde el amor; sólo puede decirlo aquel que ama y que abre las puertas de su intimidad: está en mí y yo en él. Es una experiencia única que integra nuestra vida con la de Jesús. Y esto nos lo dice a todos y cada uno, sin excepciones; es necesario que nos dejemos abrazar, coger, nuestra interioridad por Jesús. Por medio de la Eucaristía, gracias a Él, hemos sido introducidos en una relación que tiene una profundidad y una fuerza inmensa porque nos invita a vivir en la comunión del amor.

La cumbre de esta relación de amor es cuando Jesús nos comunica: «a mí me ha enviado al Padre que vive, y yo vivo gracias al Padre; igualmente, quienes me comen a mí vivirán gracias a mí». La comunión de amor que Jesús establece con nosotros es similar a la comunión que Él tiene con el Padre. Jesús nos abre pues las puertas a la comunión del amor de Dios. La palabra de Jesús todavía es hoy tan firme como hace dos mil años. La Eucaristía que estamos celebrando es el desempeño de su promesa. El pan y el vino consagrados son, de forma misteriosa, pero real, su misma Persona que, por amor, se nos da para que tengamos vida. Así podemos decir que nos sentimos queridos, y esto debería notarse en nuestra mirada, en nuestros gestos, en nuestra vida. Cada día que tenemos el gozo de participar en la mesa de la Eucaristía, deberíamos dar gracias y deberíamos saber transmitir la energía del amor de Dios que hemos recibido.

 

 

 

Última actualització: 6 septiembre 2024