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El Cuerpo y la Sangre de Cristo (11 de junio de 2023)

Homilía del P. Manel Gasch i Hurios, Abad de Montserrat (11 de junio de 2023)

Deuteronomio 8:2-3.14b-16a / 1 Corintios 10:16-17 / Juan 6:51-58

 

Hoy, queridos hermanos y hermanas, en este domingo de Corpus, Jesucristo nos pide lo que nos ha pedido siempre: que creamos en Él, que no nos quedemos en la superficie, en la anécdota, o en los hechos de la historia, sino que lo reconozcamos viviente y presente en el mundo.

Honestamente podemos preguntarnos si nuestras vidas son tanto, más o menos complicadas que la del pueblo de Israel atravesando el desierto del Sinaí, pero de lo que no dudamos es que todos somos peregrinos y que nuestra vida es andar en medio de uno ambiente en el que hay alegrías, pero también problemas y dificultades.

El libro del Deuteronomio es el quinto de la Ley judía, la Torah y en buena parte es una reflexión sobre los hechos fundamentales de la fe de Israel, en la que la peregrinación es muy importante. En todos estos primeros libros de la Biblia está claro que el pueblo tenía tres elementos importantes:

  • un destino prometido por Dios, una tierra, a la que había que llegar y esto no era fácil,
  • tenía sobre todo la ayuda de Dios.
  • Además, había alguien que era capaz de interpretar el sentido de la historia, los acontecimientos que ocurrían, la vigencia de la promesa y sobre todo alguien que sabía explicar el sentido que Dios daba a todo esto, por lo que las dificultades nunca podían destruir la esperanza que emana de la promesa de Dios.

En la primera lectura, ese alguien es Moisés, que se sitúa ya al final de la peregrinación por el desierto y en la visión que le da la historia, interpreta el camino como el lugar donde Dios ayuda siempre y donde la sed, el hambre y el peligro de las serpientes venenosas y los escorpiones, son contrarrestadas con el agua de la roca y el pan del cielo, el maná. Pero, además, Moisés también defiende el valor pedagógico de esta experiencia de dificultad, porque es aquí donde referirnos a Dios nos hace conscientes de que somos probados, que somos capaces de conocer nuestros sentimientos y yo además me atrevo a decir que el texto también pide a los israelitas si son lo suficientemente honestos para reconocer que como dice el salmo: la ayuda nos viene del Señor, del Señor que ha hecho el cielo y la tierra.

El inicio de este camino fue la Pascua, el paso del Señor en la noche antes de empezar la liberación de Egipto. Una liberación curiosa si pensamos en la historia inmediata que siguió esa noche y todo el resto de la historia, una historia de muchos desiertos, de exilios, de genocidios y de dramas personales como los que sufre cualquier hombre o mujer desde que el mundo es el mundo. La liberación no fue ni mágica ni inmediata. Pero la memoria de ese momento es el fundamento de toda la identidad colectiva de la tradición judía, a la que perteneció el propio Jesús de Nazaret.

Precisamente Jesucristo, celebrando esta memoria en la Pascua también quiso marcar una continuidad y una ruptura.

La continuidad del plan de liberación de Dios que pasaba por un Mesías, que él afirmó ser, tal y como nos dicen los evangelios. Dios seguía ayudando, seguía prometiendo, seguía presente en la historia y nos exhortaba a hacernos colaboradores de Él, confesándolo y actuando en consecuencia.

La ruptura porque el mismo Jesucristo, culminando la lógica de su Encarnación, la de un Dios trascendente que se hace hombre, quiso poner su humanidad, su cuerpo y su sangre, como el fundamento de otra Pascua, como el inicio de un pueblo nuevo, de otra alianza y de una peregrinación que debería pasar necesariamente por él. Con esto, Cristo instituyó la necesidad de otra memoria y transformó los tres elementos que marcaban la vida del pueblo:

Una nueva promesa: la liberación ya no es la de Egipto, la promesa no es sólo la tierra que nos da la vida material. La unión irrenunciable del momento de la Santa cena con la de la Pasión y la resurrección, nos hacen presente que la nueva promesa es su vida, vencer a la muerte y entrar en la plena comunión con Dios y con Cristo por la participación dada por el bautismo y renovada por los demás sacramentos.

Una nueva ayuda por el don de poder compartir su humanidad en sus elementos más básicos, el cuerpo y la sangre, que nos ha dejado como eucaristía, como acción de gracias.

Y una mediación que hace que cualquiera que pretenda ser intérprete de la voluntad de Dios, deberá referirse siempre a Jesucristo y al Evangelio.

Todo esto que estoy diciendo, aunque os parezca extraño, los escolanes os lo sabéis todos de memoria: estoy seguro de que podríais cantar y recitar sin partitura más de una versión del motete Oh Sacrum Convivium, que cantáis a menudo y que también cantareis hoy. La letra nos dice que esta eucaristía contiene los elementos de la memoria del mesías, del que nos interpreta la vida: passionis eius recolitur; recordamos su pasión; también contiene el elemento de la ayuda que nos da Dios, esto significa mens impletur gratia; nos llenamos de su gracia y finalmente también nos deja clara cuál es la promesa: futurae gloriae nobis pignus datur, se nos da la prenda de la gloria que esperamos.

Como decía al principio de estas palabras, hoy sólo necesitamos seguir creyendo y confesando que Él, Jesús de Nazaret, Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre está en el centro de la memoria, de la promesa y de la ayuda. Recordadlo cuando cantéis este motete. Muchos de vosotros habéis recibido sacramentos importantes en esta Pascua, especialmente la confirmación. Hace sólo dos semanas: ¡espero que os acordéis, todavía! Recordad siempre que Jesús es el centro de los sacramentos y con él está siempre el evangelio y sus exigencias.

Quizá ahora sería el momento de preguntarnos si en cada eucaristía: ¿somos nosotros suficientemente conscientes de que estamos en la mayor posibilidad de comunión, de memoria, de ayuda y de esperanza que nos haya podido dar nunca Dios? ¿Nos quedamos como os decía al empezar en la superficie de la fe? Pero lo importante no es donde estamos o donde nos quedamos sino donde nos invita Cristo a ir que es a la profundidad de la fe y del don. Un don que en la eucaristía incluye a todo el mundo, no lo olvidemos nunca y que por tanto nos obliga a la acogida incondicional.

El recordado y querido por tantos, obispo Antoni Vadell, me decía unos diez años después de ser ordenado presbítero, que, de toda su experiencia, se quedaba con la celebración de la eucaristía. Todos los que lo conocéis sabéis perfectamente que si algo no le faltaba eran capacidades pastorales y empatía con todo tipo de personas, pero la fuente y la cima de su vida estaba en la comunión con Cristo presente en el pan y el vino de la eucaristía, en esta fe que como un tesoro hemos recibido durante generaciones y generaciones y que agradecemos a Dios, procurando volver amor con amor a Él y a todos los hermanos y hermanas.

 

Última actualització: 12 junio 2023