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Domingo XIII del tiempo ordinario (26 de junio de 2022)

Homilía del P. Emili Solano, monje de Montserrat (26 de junio de 2022)

1 Reyes 19:16b.19-21 / Gálatas 5:1.13-18 / Lucas 9:51-62

 

Puede haber alguna persona que le parezca que hace un favor a Dios no cometiendo pecados. Les basta simplemente con ser buenas personas, pero sin interesarse por la santidad de vida. Sin embargo, el evangelio de hoy nos propone aspirar a ser aptos para el Reino de Dios. Dios, el que nos ha creado, que nos cuida y salva, espera de nosotros agradecimiento y homenaje, que podemos llevar a cabo con el trato, el seguimiento de Jesús. Pero la amistad con Jesús, nos dice el evangelio, lleva consigo unas exigencias personales.

Después de haber sido rechazado por los samaritanos de un pueblecito, Cristo sigue su camino hacia Jerusalén, durante el cual invitó a varios hombres, probablemente jóvenes, a seguirle, a la vez que les declaraba las exigencias requeridas.

Quiere el Señor que nos demos cuenta de que hemos sido comprados a gran precio, que es Dios quien se está volcando con nosotros cada vez que celebramos la Santa Misa, que recibimos la absolución, que nos ponemos ante el Sagrario, que elevamos nuestra oración a Dios por la mañana al empezar el día.

Seguir a Cristo no es un “capricho” para algunos escogidos. Es un llamamiento universal para toda la humanidad. Decía san Agustín: “Dios, que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti”.

Las palabras del Evangelio de hoy nos interesan a todos porque todos hemos recibido una vocación, es decir, una llamada a conocer a Dios, a reconocerle como fuente de vida; una invitación a entrar en la intimidad divina, en el trato personal, en la oración; una llamada a hacer de Cristo el centro de la propia existencia, a seguirle, a tomar decisiones teniendo siempre presente su querer; una llamada a conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, y, por tanto, una llamada a superar de forma radical el egoísmo para vivir la fraternidad, para llevar a cabo un apostolado fecundo y hacer que conozcan a Dios; un llamamiento para entender que esto debe hacerse en la propia vida, según las condiciones en que Dios ha colocado a cada uno y según la misión que personalmente le corresponda desarrollar.

La fidelidad a la propia vocación conlleva responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de su vida. Habitualmente se trata de una fidelidad en lo pequeño de cada jornada, de amar a Dios en el trabajo, en las alegrías y penas que comporta toda existencia, de rechazar con firmeza lo que de alguna manera signifique mirar dónde no podemos encontrar a Cristo.

El Señor no es intolerante, pero sí exigente. Él conoce muy bien el corazón de los hombres y sabe lo que puede pedirnos. Él quiere generosidad, decisión, totalidad en el amor. Por eso, en el evangelio, el Señor advierte claramente a quienes llama, y ​​les da a conocer las exigencias de su seguimiento. Quien renuncia a todo, incluso a sí mismo, para seguir a Jesús, entra en una nueva dimensión de la libertad, que san Pablo define como «caminar según el Espíritu». Estas exigencias pueden parecer demasiado radicales, pero en realidad expresan la novedad y prioridad absoluta del reino de Dios, que se hace presente en la Persona misma de Jesucristo.

El Señor quiere que nos demos cuenta de la cantidad de Gracia que derrama sobre nosotros cada día para que vivamos como hijos suyos. Que Dios no nos acusa, quiere salvarnos, si nos dejamos. Pero a Dios no le gusta que le pongamos excusas para no abandonar nuestra antigua vida, como si Cristo no se hubiera encarnado.

Miremos a la Virgen; que ella, que correspondió sin reserva alguna a la llamada divina, ruegue por nosotros.

Última actualització: 26 junio 2022