Homilía del P. Bernat Juliol, monje de Montserrat (1 de diciembre de 2024)
Jeremías 33:14-16 / 1 Tesalonicenses 3:12; 4:2 / Lucas 21:25-28.34-36
Estimados hermanos y hermanas en la fe:
Vivimos en un mundo caracterizado por la velocidad, o incluso podríamos decir ya, por la hipervelocidad. Los avances científicos y tecnológicos permiten hacer las cosas de forma extremadamente rápida e incluso remota, y los nuevos medios y sistemas de comunicación posibilitan que la información circule por todo el planeta en pocos segundos. La era digital nos está transportando hacia un mundo cada vez más rápido e inmediato. No cabe duda de que esta aceleración técnica ha supuesto también una aceleración de los ritmos vitales. Seguro que todos los que estamos aquí hacemos experiencia cada día de esa velocidad de la vida moderna. Y eso que las consecuencias antropológicas más profundas de esta evolución no las podremos empezar a detectar plenamente hasta dentro de unos años, cuando los migrantes digitales vayamos dando paso a los nativos digitales.
Esa velocidad vital, que de por sí sola no tiene por qué ser mala (al igual que toda la técnica que lleva asociada), sí conlleva algunos riesgos. Quizás lo más importante de todos sea lo siguiente: si vivimos la vida tan rápido, ¿no sucederá que cuando lleguemos a su fin, no nos habremos dado ni cuenta de lo que hemos vivido? Vivimos corriendo cada vez más rápido, pero parece que no acabamos de ser conscientes de que esto acabará algún día. ¿Y entonces qué? Incluso podríamos decir que ya lo hemos empezado a notar de alguna manera: da la sensación de que cada vez hay más gente desencantada, desesperanzada, que rehúye las responsabilidades o acaba con el llamado «burnout» o lo que ya comienza a llamarse la «gran dimisión».
¿Qué hacer entonces? Una opción sería abandonarlo todo y retirarnos a la vida rupestre, como hicieron los grandes padres del anarquismo. No sé si ésta es la opción más acertada. ¿No sería mejor aprender a gobernar el mundo y no dejar que el mundo nos gobernase a nosotros? Éste es uno de los valores que queremos presentar en nuestro Milenario, lo que hemos llamado «Rege te ipsum» (gobernarse a sí mismo). Es decir, tomar el timón de nuestra vida, no para hacer lo que queramos y cuando queramos, sino por aprender a vivir de acuerdo con unos principios, que para los cristianos son aquellas enseñanzas que nos han llegado a través de Jesús y de los Evangelios.
El Adviento que hoy empezamos puede ser una buena oportunidad para aprender a desacelerar nuestra vida y encararla hacia lo importante de verdad. El mismo Lucas nos lo decía claramente: «Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día». Unas palabras de hace casi dos mil años pero que tienen una aplicación actual en nuestros días. Quizás esto quiere decir que la velocidad y la aceleración ya hace tiempo que empezó y nos ha ido ganado poco a poco.
Como decíamos, el Adviento nos puede y debe ayudar en nuestro camino. El Adviento nos invita a esperar, esperar al Señor que viene a buscarnos. Es la espera de aquel vástago bueno de David que traerá la justicia y la bondad al mundo. Adviento nos enseña a aprender a esperar. Un gran profesor del IESE, el dr. Miguel Ángel Ariño, en su comentario semanal del pasado jueves, lejos de hablar de grandes conceptos de la empresa y del negocio, recomienda «aprovechar las grandes oportunidades que nos ofrece la vida y no gastarla en acción, acción, acción. Hay que contemplar la riqueza
que existe en nuestro entorno». No es éste un grito al dolce far niente, ya que, como dice san Benito, la ociosidad es enemiga del alma. Es en realidad una invitación a la contemplación porque sin contemplación no existe acción. O lo que es peor, nuestra acción será frenética pero vacía de contenido y sentido.
Aprendamos a esperar. No es una espera inútil, es la espera del Señor. Nos prometió que vendría y nos pidió que le esperáramos. Su promesa, no tengamos ninguna duda, se cumplirá. Cuando llegue, desaparecerán nuestros miedos, nuestras angustias, nuestra ignorancia. Pensamos que la brevedad de nuestra vida es ese pequeño momento que transcurre entre que llamamos a la puerta y nos abren.
Los escolanes, la mayoría de días de la semana, cantan dos veces en esta Basílica. Antes de la hora en que deben salir, se están en la sacristía, concentrados, en silencio. Esperan el momento en que se abra la puerta y tengan que salir a cantar. Me parece una imagen hermosa del esperar del Adviento. Quedémonos también nosotros detrás de la puerta, concentrados, en silencio, esperando que nos abran y que podamos ver la luz que hay al otro lado. Así, cuando todo esto empiece a suceder, podremos levantar la cabeza bien alta, porque muy pronto seremos liberados.
Última actualització: 3 diciembre 2024