Homilía del P. Efrem de Montellà, monje de Montserrat (24 de julio de 2022)
Génesis 18:20-32 / Colosenses 2:12-14 / Lucas 11:1-13
En cierta ocasión, un joven al que se le había muerto de forma prematura un familiar muy cercano se enojó con Dios, y decidió que a partir de entonces sería ateo: así lo afirmó, y así vivió durante un tiempo. Pero un buen día, mientras se preparaba para realizar una actividad que tenía cierto riesgo, se dio cuenta de que, de repente, estaba rezando el Padrenuestro para encomendarse a Dios. Esta oración que Jesús nos enseñaba hoy en el evangelio le brotó espontáneamente del corazón cuando se encontraba en un momento límite, y entonces se preguntó: ¿Qué tipo de ateo soy, pues? Veámoslo.
¿Podemos imaginarnos dos personas que se quieran, pero no se lo digan nunca? ¿O dos personas que se quieran y no se hablen? Es difícil… Pues lo mismo ocurre entre Dios y nosotros: si amamos a Dios, si Dios nos ama, no puede ser que no nos hablemos nunca. Y ese diálogo mutuo entre Dios y nosotros es la oración. Y fijémonos en que decimos “diálogo” y no “monólogo”, aunque nos parezca que en la oración del Padrenuestro sólo somos nosotros quienes hablamos y Dios nos escucha. No es exactamente así. De hecho, en esta oración le pedimos que él hable, que intervenga en nuestras vidas: “hágase su voluntad”, “venga a nosotros tu Reino” … ¿Cómo podemos saber cuál es la voluntad de Dios, y cómo podemos reconocer qué es de su Reino, si no le escuchamos? En la primera lectura Dios y Abraham dialogaban de tú a tú, como podríamos hacer con cualquier persona conocida que encontramos en nuestro día a día. Y es cierto que este diálogo entre Dios y nosotros no se produce de la misma manera, aunque podría parecernos muy práctico… Pero, aunque nos parezca que Dios no nos dice nada y queda siempre en silencio, Dios no deja nunca de hablarnos: pero lo hace de manera sutil, que hay que ir descubriendo. Dios nos habla sobre todo a través de la persona de Jesús, pero también nos habla a través de otras personas, y de las cosas que nos pasan. Lo que ocurre es que, si no tenemos el Espíritu Santo con nosotros, se nos hace difícil comprender y descubrir qué es lo que nos quiere decir. Y por eso Jesús dijo a los discípulos que el Espíritu Santo era su don más preciado, lo que Dios nos da realmente en la oración, y lo que realmente debemos aspirar a tener: «Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, mucho más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden».
Los apóstoles con la Virgen recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Nosotros lo recibimos el día de nuestra Confirmación. Pero lo seguimos recibiendo en cada celebración eucarística: hoy, ahora y aquí que estamos celebrando la Pascua semanal hemos recibido una vez más su Palabra, recibiremos los dones de la Eucaristía, y con ellos recibimos una vez más el Espíritu Santo que es el que, a través de sus dones, nos irá ayudando a descubrir qué es lo que Dios nos quiere decir, qué es lo que espera de nosotros en cada momento, y qué es lo que necesitamos para ir siguiendo adelante en nuestro camino por la vida. Y hoy que es domingo y celebramos la resurrección del Señor, recordamos una vez más que justamente esta resurrección de Jesús es el destino al que todos estamos llamados y hacia el que todos caminamos. Es el mejor regalo que Dios puede hacernos.
Si somos conscientes de todo esto, toda nuestra vida puede convertirse en una oración. Y como un ejemplo vale más que mil palabras, podemos leer ahora un texto anónimo muy ilustrativo, y que al parecer proviene de una placa que hay en un centro de recuperación en Nueva York. Dice así: “Yo había pedido a Dios la fuerza para conseguir el éxito; Él me ha hecho débil para que aprenda humildemente a obedecer. Yo había pedido la salud para hacer grandes cosas; Él me ha dado la enfermedad para que haga cosas mejores. Yo había pedido la riqueza para poder ser feliz; Él me ha dado la pobreza para que pueda ser sensato. Yo había pedido el poder para ser apreciado por los hombres; Él me ha dado la debilidad para que sienta la necesidad de Dios. Yo había pedido un compañero para no vivir solo; Él me ha dado un corazón para que pueda amar a todos mis hermanos. Yo había pedido cosas que puedan alegrar mi vida; Él me ha dado la vida para que pueda alegrarme de todas las cosas. No he tenido nada de lo que había pedido, pero he recibido todo lo esperado. Sin embargo, mis oraciones no formuladas han sido escuchadas. Yo soy de entre los hombres el más abundantemente satisfecho”. Hasta aquí el texto. Quien lo escribió, es seguro que había recibido ese don del Espíritu Santo que le permitía leer todos los acontecimientos de su vida en clave de oración. De todo lo que le pasó, tanto si de entrada lo clasificamos como “bueno” o como “malo”, él sacó la conclusión de que era lo que Dios quería decirle en cada momento. Porque Dios no puede dar nada malo, como un padre no daría una serpiente a su hijo en vez de un pez, o un escorpión en vez de un huevo.
Volviendo a aquel joven que decíamos al principio, pues, ya podemos entender qué le pasaba: aunque él se hubiera rebelado contra Dios, Dios nunca le había dejado. Y se dio cuenta de ello en ese momento límite, cuando la oración brotó espontáneamente de su corazón. La fuerza del Espíritu Santo no le había dejado del todo, y era él quien le ayudaba en ese momento de debilidad, de limitación, de contrariedad… Y después tuvo el éxito que no había pedido, y supo superar contrariedades mucho peores que le vinieron, sin perder la felicidad. Ésta es la finalidad de la oración: no es para obtener lo que nos parece que necesitamos en cada momento, sino para tener con nosotros a Aquel que nos puede ayudar a superarlo todo. Pidamos a Dios su Espíritu Santo con toda la fuerza, y estemos seguros de que el Señor nos escuchará.
Última actualització: 26 julio 2022