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Miércoles de ceniza (17 de febrero de 2021)

Homilía del P. Josep M Soler, Abad de Montserrat (17 de febrero 2021)

Joel 2:12+18 / 2 Corintios 5:20-6:2 / Mateo 6:1-6.16-18

 

Queridos hermanos y hermanas:

Como los sacerdotes de los que hablaba la primera lectura, también nosotros lloramos con las lágrimas del corazón. Como toda la asamblea del pueblo que los acompañaba, tenemos sentimientos de dolor en este Miércoles de Ceniza. Con la pandemia, un gran desastre aflige todavía la humanidad. Nos rasgamos el corazón por tanto sufrimiento en los que ya nos han dejado, algunas veces rodeados de una soledad total, o en los que todavía están en la lucha entre la vida y la muerte. Nos rasgamos el corazón también por el dolor de tantos que lloran a sus difuntos, por la angustia de tanto personal sanitario que, además del peligro que ha vivido de verse contagiados, siente la impotencia ante la magnitud del drama. Nos rasgamos el corazón, aunque, solidarios de los que en esta crisis han perdido lo necesario para vivir con dignidad, o se han visto expulsados hacia la pobreza. Nos rasgamos el corazón por la gran incertidumbre ante el futuro.

Lloramos con las lágrimas del corazón por el pecado colectivo, pero con responsabilidades que nos afectan, frente a tantas situaciones, de negligencia ante los migrantes en nuestro Mediterráneo y en tantas partes del mundo, entre ellos muchos niños y adolescentes; lloramos arrepentidos por las suspicacias que de entrada tenemos delante de ellos, por el tráfico de personas, por la marginación y los descartados de la sociedad. Lloramos con las lágrimas del corazón por tanta indiferencia ante la conculcación de los derechos humanos. Lloramos y nos ponemos de luto por tanto daño como hay en el mundo y del que de alguna manera somos solidarios. Lloramos y nos ponemos de duelo también por nuestro pecado personal, por nuestra incapacidad de amar como caso a los discípulos del Evangelio, por la negligencia en el seguimiento de Jesucristo, por el egoísmo, por todo lo que hay en nosotros contrario al amor de Dios.

La pandemia, además, nos ha hecho palpar con realismo que somos polvo y al polvo hemos de volver (cf. ritual de la imposición de la ceniza; cf. también Gn 3, 19). Lo hemos experimentado en personas cercanas; con las que, en muy pocos días hemos pasado de hablar con ellas a tener las cenizas en las manos. Hemos tomado aún más conciencia de que somos débiles, vulnerables, mortales.

Junto a esto, oímos la llamada que Dios, a través del apóstol Pablo, nos hace en este día al decirnos que ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación. Y, por tanto, la llamada a convertirnos y creer en el Evangelio (cf. ritual de la imposición de la ceniza; cf. Mc 1, 15). Y así reconciliarnos con Dios acogiendo la gracia del perdón que se nos ofrece. Porque, como decía aún la primera lectura, él es benigno y entrañable, lento a la cólera y rico en amor. Por eso brota de nuestro interior la oración: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. No me arrojes lejos de tu rostro. Renuévame por dentro con espíritu firme.

Durante la pandemia, de modo similar a cómo los pueblos paganos cuestionaban al pueblo de Israel, hemos oído la pregunta: ¿dónde está tu Dios? Y tal vez, ante la turbación, también nos lo hemos preguntado nosotros, sin preguntarnos si no éramos los seres humanos quienes tenían una parte de responsabilidad en la pandemia debido al cambio climático y la falta de responsabilidad en no tomar todas las medidas necesarias. Debemos dolernos de nuestra poca fe, de la desconfianza en la acción salvadora de Dios, cuando él está aquí en los que sufren y en quienes los cuidan; él está aquí luchando contra el mal, él está aquí acogiendo los que mueren.

Debilidad, pecado, condición mortal, fe en el perdón y en la salvación que nos promete el Evangelio y nos otorga Jesucristo. Todo esto lo queremos expresar con el gesto de acercarnos a recibir la ceniza sobre nuestra cabeza. Somos polvo como la ceniza y al polvo hemos de volver, pero creemos que nuestro destino final no es quedarnos en el polvo, sino resucitar a una vida nueva y vivir para siempre con el Señor.

Aceptamos la llamada que hoy nos hace la Palabra de Dios a volver de todo corazón al Evangelio, que es volver a Jesucristo. Que no nos puedan decir: ¿dónde está su Dios? debido a nuestra vida poco coherente con la fe. Jesús, el texto evangélico que hemos escuchado, nos indicaba tres acciones fundamentales como signo de nuestro retorno a Dios: el ayuno, la limosna y la oración, las tres vividas con sinceridad de corazón y sin ningún tipo de ostentación.

El ayuno que incluye, además de privarse de algo de comer y de beber, la sobriedad de vida, la contención ante lo que nos atrae desordenadamente, la moderación en el uso de la palabra, los medios de comunicación, de las redes sociales. El ayuno nos recuerda que no sólo de pan vive el hombre (cf. Mt 4,4) y nos hace descubrir la importancia de entrar en nuestro mundo interior para hacer silencio, para poner paz, para acoger la Palabra de Dios.

La limosna que significa ayudar y servir a los demás, particularmente los que experimentan necesidades materiales, los que se encuentran en la soledad, en la marginación. La limosna a la que nos invita Jesús supone, también, colaborar con voluntariados o aportar recursos económicos o en especie a Cáritas, a los bancos de alimentos, etc. Manos unidas nos recordaba recientemente que la pobreza y el hambre son pandemias para las que no hay vacunas, sólo se pueden vencer con solidaridad y compromiso. También es limosna espiritual atender a las personas que están solas, escuchándolas, confortándolas.

El tercer signo que expresa nuestro deseo de conversión, tal como decía Jesús en el evangelio, es la oración. Dedicar tiempo a Dios, a alabarle, darle gracias, a hacer silencio para escucharlo y acoger en el corazón su Palabra; dedicarle tiempo para vivir una relación filial con el Padre, para vivir la amistad con Jesucristo, para dejarnos llevar por el Espíritu. La oración incluye también la intercesión a favor de los otros, a favor de todos los dramas del mundo. Y, además, una oración humilde que, en la compunción por nuestra falta de correspondencia al amor de Dios, pide ser curados espiritualmente y de vivir con alegría nuestra condición de hijos e hijas de Dios.

Dios es fiel. Y está dispuesto a perdonarnos y ayudarnos a creer y vivir el Evangelio. La prueba la tenemos en el don de la Eucaristía que nos ha dejado y que ahora celebramos.

 

Última actualització: 25 febrero 2021